domingo, octubre 30, 2005


VIII
LA SUMISIÓN DE ITALIA: PIRRO
La caída del Samnio hizo al cabo comprender a Tarento el peligro de su posición. Metrópoli de la Magna Grecia, y representante principal en Italia del régimen democrático, Tarento era la rival natural de Roma; pero era también, como ya hemos dicho, una república de mercaderes más que de guerreros; y así no es extraño que el día en que la fuerza de las cosas la obligase a salir al campo de batalla para salvar su independencia, no apariciese con milicias propias, sino con mercenarios extranjeros. Y sin embargo, aquellos mercenarios hubieran logrado su objeto de impedir los progresos conquistadores de Roma, si hubiesen sido llamados a tiempo, esto es, si se hubiese hecho llegar a Pirro cuando el Samnio no estaba aún exhausto de fuerzas, y cuando aún sonaban las armas de Etruria y Galia. Pero Tarento, antes de salir de su inacción y de llamar al rey de Epiro, dejó que el Samnio fuese reducido a la impotencia, y que Roma poblase el Piceno con sus colonias (Hatria, Sena (Senogallia), Castrum Novum (Giulianova), 465-289 antes de Jesucristo), defendiéndolas tenazmente contra los volsnienses y los galos senonios (batalla junto al lago Vadimón, 471-283 antes de Jesucristo), y triunfando así de sus enemigos del Norte.
Y cuando el Samnio se decidió a obrar, tampoco lo hizo franca y abiertamente. Allí donde la conquista romana no había creado súbditos, la influencia de la gran República sabía crear una interesada clientela, por sus favorables concesiones al partido aristocrático, lo mismo de las ciudades, que de regiones enteras, como sucedió en la Lucania. Tarento ayuda ahora a la democracia lucana a quitar el poder a la nobleza; y esto obtenido, induce a los lucanos a asaltar la ciudad de Turii, sucesora de la antigua Síbari, y la única que sobre el litoral del golfo de Tarento se rigiese aristocráticamente. Los turienses pidieron la ayuda de Roma, y ésta no lo hizo esperar; el cónsul Fabricio Luscino obligó al jefe lucano Estatilio a levantar el asedio de Turii, lo venció en batalla y lo hizo prisionero. Turii tuvo también su presidio o destacamento romano (472-282 antes de Jesucristo).
Los sucesos que a los anteriores siguieron son un tanto oscuros; sin embargo, la resolución romada por Roma de mandar una flota a Turii, demuestra que la victoria de Fabricio solo había dado frutos efímeros. Razón grave debió provocar aquella resolución del Senado, para que éste violase así el tratado existente entre Roma y Tarento, por el cual se prohibía a las naves romanas traspasar el promontorio Lacinio, o lo que es lo mismo, entrar en el golfo.
Ante aquella provocación, el odio y el deseo de venganza dominaron la prudencia de los de Tarento; la flotilla romana, furiosamente embestida, quedó rota y dispersa; los tripulantes fueron hechos prisioneros, y el que no recibió la muerte fue vendido como esclavo. Y alentados por la fácil victoria, adelantaron los tarentinos sobre Turii, y arrojaron de ella el presidio romano. Los notables de la ciudad fueron también expulsados, y confiscados su bienes (473-281 antes de Jesucristo).
Roma pudo indignarse por estos sucesos, pero no sorprenderse; porque en el fondo, ella era quien los había provocado. Con el propósito de ganar tiempo, y de hacer creer a sus aliados que la responsabilidad de la guerra no era suya, el Senado envió a Tarento una legación para pedir satisfacción por las violencias de los demócratas; pero la única satisfacción que obtuvo fueron atroces injurias hechas por el populacho a sus delegados. Entonces fue dada la orden al cónul Emilio Barbula, que acampaba en el Samnio, de conducir al territorio de Tarento sus legiones. No era todavía la guerra declarada, pero era una demostración encaminada a infundir temor al enemigo, y a tratar de conjurar el llamamiento de Pirro; y, en efecto, el cónsul Emilio, apenas entrado en el territorio, renovó las reclamaciones que habían sido rechazadas. La presencia de las fuerzas enemigas animó a los nobles a sostener abiertamente en la asamblea el partido de la paz; pero el partido opuesto triunfó; las proposiciones del cónsul fueron nuevamente negadas, y una legación marchó a Grecia a pedir auxilio al rey de Epiro.
El hombre a quien los de Tarento llamaban a combatir en Italia contra la potente Roma, era uno de aquellos reyes aventureros, a quien la caída del Imperio macedónico, producto de la repentina desaparición de su fundador Alejandro, había ofrecido ancho campo para satisfacer ambiciones nacidas a favor de la anarquía.
Las condiciones políticas en que vino a encontrarse el Oriente, después de la muerte de Alejandro, nos recuerdan, aparte de la diversa extensión del teatro de los sucesos, aquellas en que se halló la Italia a fines del siglo IX de la era vulgar, después de la deposición de Carlos el Grueso. Aquí también, como allá, pequeños príncipes, que en tiempos normales no habrían soñado siquiera con salir de su modesta condición, viéronse levantar la frente y dar suelta rienda a sus inconcebibles ambiciones. Estos deseos y movimientos absurdos, dieron por fruto a Italia la vuelta irreparable de extranjera servidumbre; y en el mismo Oriente, después de servir de incentivo a la anarquía, dejaron la huella de perpetuas divisiones, que lo habían de hacer, andando el tiempo, fácil presa de la soberbia de Roma.
Este Pirro era precisamente uno de los reyezuelos que se disputaban la herencia del gran Macedonio; y se distintguía de la mayor parte de sus émulos , por haber nacido en el trono. Había heredado de su padre la corona de Epiro. Bajo Demetrio había hecho sus primeras armas, conquistando fama de capitán valeroso. Enviado como rehén a Egipto, contrajo parentesco con los Tolomeos; y con el apoyo de estos bajó luego a combatir contra el propio Demetrio y su hijo Antígono, convertidos en rivales suyos. En estas luchas conquistó el reino de Macedonia, que no supo conservar. Cuando los tarentinos lo llamaron a Italia, ya su fortuna había caído. En Macedonia y Grecia, donde él ya nada podía hacer, dominaban Tolomeo Cerauno y Antígono Gónatas. El llamamiento, pues, de los de Tarento, abrió nuevo y fecundo campo a su ambición. Tolomeo, a quien convenía su alejamiento, le mandó un cuerpo auxiliar de falanges, caballos y elefantes; y partió.
Pero el rey epirota no era hombre para resignarse al oficio modesto e innoble de mercenario de una república de mercaderes. Aunque el tratado con Tarento lo hiciese aparecer con ese aspecto, apenas fue dueño de la ciudad demostró a los mercaderes que se habían grandemente engañado creyendo convertirle en su instrumento; y apareció, no como mercenario, sino como príncipe venido para contrastar a Roma la dominación de la península. Recordó a los sicilianos que había sido el esposo de Lanassa, hija de Agatocles, de cuyas nupcias llevaba consigo el fruto en su hijo Alejandro, para avalorar mejor sus derechos a la corona de Siracusa; y se aprestó, en su virtud, a combatir a un tiempo contra Roma y Cartago. ¡Qué misión tan atractiva para un guerrero que se oía llamar el gran capitán de su tiempo, y para un príncipe ambicioso que quería repetir en Occidente los prodigios del gran Macedonio!
No tardaron los de Tarento en desengañarse a su respecto. Él había mandado por delante parte de sus tropas, conducidas por Cineas y Milón, para tener en respeto al cónsul Emilio y hacer caer en su poder la fortaleza de la ciudad. En la primavera del 474 (280 antes de Jesucristo), condujo él mismo sobre naves tarentinas el grueso de sus tropas, compuesto de 20.000 soldados, 3.000 caballeros, 2.000 arqueros y 20 elefantes. Estas vivas máquinas de guerra, venidas del Oriente con los ejércitos de Grecia, iban ahora a aparecer por vez primera sobre los campos de batalla de nuestra península. Los tarentinos, como en otro tiempo los egestanos en Atenas, habían hecho a Pirro las más exageradas promesas, y entre ellas la de que a su sola aparición se levantaría media Italia, y vería llegar a ponerse bajo su mando un ejército de 350.000 infantes y 20.000 caballos.
El Senado romano cuidó de que estas promesas no se cumpliesen lo más mínimo. Aprovechando el respiro que se dio a las fuerzas de Pirro, Roma reunió las suyas. Como en los tiempos de supremo peligro, llamó a las armas a los proletarios, y formó tres cuerpos de ejército: el uno, bajo el mando del cónsul T. Coruncanio, fue enviado a guardar la Etruria; otro, conducido por Valerio Levino, cónsul también, fue destinado a dar la batalla a Pirro; el tercero se reservó para la defensa de la metrópoli. Además se mandaron fuertes guarniciones a las ciudades sospechosas, exigiéndoles rehenes, y algunas de ellas, como Preneste, tuvo que dar sus propios magistrados.
Estas medidas esparcieron el terror en todas las comarcas sujetas a Roma: ninguna de ellas se movió al aparecer Pirro. Tarento pagó la pena de su engaño: había buscado un auxiliar, y halló un dictador que con amenazas de muerte supo transformar una ciudad de mercaderes en un pueblo de soldados; y entonces deploró haber rehusado las condiciones por Roma ofrecidas, y la vana jactancia que había hecho a la patria objeto del odio de la poderosa metrópoli. Pero ya era tarde: Tarento se había puesto ella misma la cadena al pie; y en cualquier parte que resultase la victoria, su porvenir era la servidumbre. El primer encuentro entre epirotas y romanos tuvo lugar en Heraclea, junto al Siri. Valerio hizo pasarlo a su caballería en sitio lejano al campo de Pirro, para que, atacando al enemigo por el flanco, lo tuviese ocupado durante el avance de las legiones. La maniobra resultó, pero sin fruto. En vano las legiones cayeron siete veces sobre la falange, pues fueron rechazados por aquella muralla humana, al mismo tiempo que la caballería romana, desordenada por los elefantes, no sabía hacer frente a la de Tesalia: y su derrota hizo perderse la batalla. Sin embargo, la suerte de la guerra estaba bien lejos de haberse aún decidido.
Si los romanos habían dejado sobre el campo 7.000 de los suyos, Pirro había perdido 4.000 soldados; pérdida inestimable si se considera la escasez relativa de sus fuerzas y los inmensos recursos de que su enemigo disponía. Además, Pirro no podía ignorar que su victoria se había debido principalmente a la novedad de la táctica empleada por la falange, y a los elefantes, y que no era sensato contar con este factor para las batallas futuras; y sin duda por esta consideración resolvió aprovecharse de la impresión causada en Roma por la derrota de Heraclea, para proponer la paz.
Sobre las condiciones propuestas al Senado por su emisario Cineas tenemos dos versiones discordantes: la una de Plutarco, la otra de Appiano. Según la primera, Pirro se limitó a pedir que Roma dejase en libertad a Tarento, y se aliase con él. A creer la segunda, pretendió el abandono de las conquistas hechas por Roma más allá del Lacio. La más verosímil de estas dos versiones es la de Plutarco. Si Pirro hubiese hecho a Roma la petición que Appiano le atribuye, no hubiera sido en verdad necesario que el viejo Appio Claudio Cieco saliese de su retiro para echar en la balanza el peso de su energía y de su elocuente patriotismo; porque si el Senado podía vacilar en conceder a Tarento el olvido de las recibidas ofensas, no podía hacer lo mismo ante condiciones que destruían el fruto de esfuerzos y sacrificios hechos durante más de medio siglo, y que le obligaban a renunciar para siempre a enseñorearse de Italia.
Alejandro III (Magno) de Macedonia
La respuesta del Senado a Cineas, diciéndole que en tanto que Pirro pisase el suelo itálico ningún acuerdo con él era posible, demuestra la fe profunda que aquella Asamblea tenía en los grandes destinos de su patria; y cuando Cineas dijo a su soberano que al hallarse delante de los padres conscriptos le pareció encontrarse en un congreso de reyes, demostró que las artes de la corrupción por él intentadas habían encontrado en la virtud de los senadores un baluarte inexpugnable.
Tampoco tuvo mejor éxito la marcha de Pirro sobre Roma. Para que este atrevido golpe tuviese buen resultado, era menester que todos los pueblos del Mediodía se levantasen a su paso, y que la Etruria cooperase con esfuerzo simultáneo a su propósito. Mas por el contrario, si se exceptúan algunas pequeños movimientos realizados en el Samnio, en la Lucania y en la Magna Grecia, la gran mayoría de las poblaciones permanecieron inertes, y la Etruria permitió a Roma llamar al cónsul Coruncanio para mandarlo contra Pirro. El otro cónsul, Valerio, con el ejército de Heraclea, reforzado por dos legiones, estaba en la Campania guardando a Capua y Nápoles; y esto hizo que cuando Pirro llegó a encontrarse a cinco millas de Roma, se vio estrechado por dos fuerzas enemigas, en medio del silencio de la Italia. No le quedó entonces más recurso que retirarse, y solo pudo hacerlo a mansalva por un exceso de prudencia de los dos cónsules.
Así acabó la primera campaña. Durante el invierno Roma hizo tentativas para rescatar los prisioneros de Heraclea, cuya mayor parte formaban en la caballería, perteneciendo, por consiguiente, a las primeras familias de la ciudad. Tres personajes consulares, Fabricio Luscino, Emilio Papo y Cornelio Dolabella, fueron enviados a Tarento para sostener la importante negociación; mas el epirota, que conocía el arma poderosa que con estos prisioneros tenía en sus manos, rehusó el rescate si Roma no consentía en hacer la paz con él. Pero sobre esto ya el Senado había tenido su deliberación, y no podía volverse atrás después del voto solemne que mereciera la aprobación general. Necesitábase, pues, nueva prueba de armas, si se querían resolver por una parte y por otra las cuestiones pendientes; y la nueva prueba fue hecha en Ascoli, de la Apulia, la primavera del año 475 (279 antes de Jesucristo), aunque tampoco esta dio resultado definitivo. Entre los historiadores hay quien atribuye la victoria a Pirro y quien la da a los romanos; pero los dos principales, Livio y Dionisio, no la adjudican a ninguno, y son los que, a juzgar por las consecuencias, tienen razón. En efecto, después de la batalla vemos suspenderse la campaña y abrirse nuevas negociaciones. Pirro renuncia a su alianza con Roma, antes pedida, y deja libres sin rescate a los prisioneros de Heraclea; la sola cosa que solicita es que Roma deje en paz a Tarento, con cuya condición se obliga a dejar el suelo itálico y traspasar a Sicilia el campo de sus empresas. Roma, por su parte, renuncia a los auxilios de Cartago antes solicitados, y no permitirá a la flota cartaginense venida en su socorro desembarcar sus tropas en Ostia, lo que explica el secreto con que se tuvo oculto el tratado entre Roma y Pirro, a fin de no entorpecer los nuevos planes de éste, y de impedir las quejas de Cartago antes de que esta república estuviese ocupada en otra parte.
Pirro de Epiro
Habían pasado veintiocho meses desde su venida a Italia, cuando Pirro en el 476 (278 antes de Jesucristo) se embarcó para Sicilia. Sobre el continente no situó presidios más que en dos ciudades, Tarento y Locri. Mandando el primero dejó a Milón, y al segundo a su hijo Alejandro. El predominio que en aquel tiempo había adquirido en la isla siciliana el partido aristocrático, aconsejó a Pirro no llevar consigo al sobrino de aquel Agatocles, gran perseguidor de la aristocracia. Era además este partido quien lo llamaba a librar de los cartagineses la isla, donde ya tenían estos sitiada a Siracusa. Sostrato y Tenón, dos campeones de la nobleza, corrieron a ponerse bajo sus banderas, y merced a su apoyo, Pirro se encontró en breve en posesión de un ejército de 30.000 infantes y 2.500 caballos, y de una flota de 200 naves. El éxito militar correspondió a la magnitud de sus fuerzas. Siracusa y Agrigento libradas; Erice y Panormo conquistadas: toda la isla libre de cartagineses, menos Lilibea, donde sus esfuerzos fueron inútiles. Entonces concibió el designio de pasar a África, y de dictar en la misma Cartago las condiciones de la paz a su enemiga. Mas para esto necesitábase una nueva armada y más dinero, y sus partidarios de Sicilia se negaron a darles la una y el otro, recordando la empresa africana de Agatocles, y los amargos frutos que de ella había recogido. Esta negativa hizo romper a Pirro con la nobleza. Soldado animoso más que hombre de Estado, no poseía ni la moderación ni la constancia, que son cualidades tan necesarias en quien gobierna; y este contratiempo disipó el sueño de su imperio siciliano. Entonces pensó en volver a Italia para medirse una última vez con Roma, en la esperanza de que los pueblos de la península responderían por fin a su llamamiento (478-276 antes de Jesucristo). Pero si estos pueblos no se había movido cuando la victoria había señalado los primeros pasos del guerrero en su camino, ¿cómo podían levantarse en favor suyo cuando la fortuna le había ya vuelto dos veces las espaldas, y lo empuajaba ya al precipicio?
Del lado acá del estrecho, Pirro halló las cosas cambiadas para él siniestramente. Los fastos triunfales de Roma registraban ya sus victorias obtenidas sobre los lucanios, brucios y samnitas durante la empresa siciliana del rey epirota, en cuya obedencia no halló más que a Tarento, por haber pasado a cuchillo la población de Locri el presidio que allí dejara. Con todo esto, Pirro no renunció a su pensamiento de recomenzar la lucha con Roma. Los mercaderes de Tarento pagaron nuevos tributos para poner en pie de guerra al ejército. La reconquista de Locri pareció a Pirro buen preludio; pero el saqueo del templo de Prosérpina le infundió remordimientos, que no dejaron de tener su efecto en Benevento. Plutarco nos habla de un sueño tenido por Pirro la víspera de la batalla y que lo llenó de terror.
Roma había mandado para combatirle dos ejércitos consulares; el uno, a las órdenes de Cornelio Lentolo, fue a acamparse en Lucania; el otro, bajo las de Manio Curio Dentato, en el Samnio. A este último libró Pirro batalla en los campos de Benevento. Con hábiles maniobras impidió la unión de los dos cónsules; pero bastó uno solo para derrotarlo. Los elefantes, enfurecidos por los ardientes dardos del enemigo, contribuyeron a hacer más pronta y más irreparable la caída de los epirotas (479-275 antes de Jesucristo).
La bahía de Tarento
Después de la jornada de Benevento, Pirro nada tenía que hacer en Italia: era un general sin ejército, un soberano sin Estado. Volvió, pues, a partir para Grecia, dejando en Tarento a Milón con una pequeña guarnición y la promesa de volver pronto. Esta promesa, más que el prestigio de las propias fuerzas, hizo posible a Milón el ser respetado durante tres años: Roma misma lo dejó en paz por temor de que no abriese la ciudad a los cartagineses, que tenían una flota en sus aguas. Pero cuando en 482 (272 antes de Jesucristo) llegó la nueva de que Pirro había sido muerto en Argos, la situación de Milón fue tan difícil, que debió buscar el medio de salir de ella prontamente; y lo logró cediendo la ciudadela al cónsul Papirio, y alejándose con sus soldados y con sus riquezas. Roma fue generosa con los tarentinos, pues aunque se apoderó de naves y armas, y aunque impuso a la ciudad un tributo de guerra, y desmanteló sus muros, se abstuvo de toda venganza y castigo personal. Tarento, con el nombre de aliada, entró en el organismo de la clientela romana.
La inercia de Cartago ante la rendición de Tarento animó al Senado a la empresa de Reggio, donde mandaba años hacía la legión campánica que, enviada para proteger el dominio romano, se había erigido en dominadora. El temor de que estos rebeldes se diesen a Pirro o a los cartagineses, había detenido al Senado en el deseo de atacarlos: un año duró luego la resistencia, que expiaron al fin con el suplicio (483-271 antes de Jesucristo).
Seis años después de la caída de Tarento, también la capital de los tarentinos, Brundusium (Brindisi), caía en poder de los romanos, con lo que se completaba la unificiación política de la península italiana bajo el dominio de Roma. Faltaba todavía a la gran metrópoli el valle del Po, que une la región apenínica con la Europa continental; y faltaba también la Sicilia; pero quien tenía la intuición del porvenir, podía desde entonces comprender que estas conquistas no eran más que cuestiones de tiempo; y quien veía surgir esta gran potencia y el genio político que la gobernaba, podía ya entonces vaticinar que la grande obra frustrada con la súbita desparición de Alejandro, sería por Roma cumplida. Una ley inexorable conducía al mundo antiguo a la unidad política: intentada ésta vanamente por el Oriente, tocaba al Occidente efectuarla: lo que no pudo hacer un hombre de genio, lo hizo una ciudad que encerraba en su seno un pueblo de héroes.
La experiencia hecha por Roma en la guerra contra Pirro, acreditaba la bondad de su sistema político; y en él siguió inspirándose para sus nuevas conquistas. La Magna Grecia fue poblada de colonias: en el año 481 (273 antes de Jesucristo) fueron colonizadas Cosa y Pesto (Posidonia), en el 500 (254 antes de Jesucristo) Brundusium. El Samnio recibió (486-268 antes de Jesucristo) la colonia de Beneventum y el 491 (263 antes de Jesucristo) la de Aesernia (Isernia). El Piceno tuvo en 486 (268 antes de Jesucristo) a Ariminum (Rimini) y en 490 (264 antes de Jesucristo) a Firmum (Fermo). La Umbría tuvo en el 507 (247 antes de Jesucristo) a Aesis (Jesi), y en el 513 (241 antes de Jesucristo) a Spoletum (Espoleto); por último, la Etruria tuvo en el 507 a Alsium y en el 509 (245 antes de Jesucristo) a Fregenae. Al establecimiento de las nuevas colonias siguió la prolongación de las grandes vías militares: la vía Appia llegó desde Capua a Tarento y a Brindisi, y la Flaminia hasta Rimini. En las reformas usó el Senado de la mayor cautela, limitándose a innovar lo que era absolutamente indispensable. Hasta el término de la primera guerra púnica, no hubo más que una sola reforma, que fue la del número de los cuestores, aumentado o duplicado hasta ocho (487-267 antes de Jesucristo), no bastando cuatro para el gobierno de la hacienda pública después del grande incremento territorial conseguido por el Estado romano.
Pero Roma creció simultáneamente en poder y en exclusivismo. Las cifras de los capita civium arrojadas por los censos, solo ofrecen aumentos insignificantes. El del año 474 (280 antes de Jesucristo) había dado 287.222 ciudadanos, y en quince años esta cifra no se aumentó sino con 5.000 personas. Bien es verdad que en aquel intervalo se sufrieron las pérdidas ocasionadas por la guerra de Pirro; pero también se adquirieron nuevos territorios que aumentaron aproximadamente con un millón la masa de los súbditos; y sin embargo, el censo del 489 (265 antes de Jesucristo) no dio más que 292.334 capita civium.
El espíritu de exclusivismo alcanzó también a las demás ciudades. Rara fue de allí en adelante la concesión de la civitas sine suffragio, y aun en estas raras concesiones se aminoraban los derechos de la condición, como si Roma quisiera hacer pesar sobre esta clase de ciudadanos la venganza de la derrota de su legión campánica. Se empezó por quitar a aquellas ciudades el derecho de acuñar moneda, y la fábrica de la de plata se centralizó en Roma (486-268 antes de Jesucristo); y a las nuevas colonias latinas se les quitó también el jus connubii (derecho matrimonial), que hasta entonces conservaban; de modo que en lo sucesivo hubo una especie de derecho colonial llamado de las doce colonias por el número de las ciudades constituídas en tal condición, y Ariminum fue la primera que expirmentó el nuevo estado.
La vía Appia

VII
BATALLA DE SENTINO
Pero la Italia no podía caer a los pies de Roma por efecto solo de sus victorias parciales sobre algunas naciones. Por mucho que estas confiasen en sus propias fuerzas, no era posible que dejase de llegar un momento en que conocieran lo que las perdía el aislamiento. Los primeros que intentaron salir de él fueron los samnitas, y de éstos partió la iniciativa de una alianza, que pudiera salvar la independencia de los pueblos itálicos. Los coaligados eran los samnitas, los etruscos, los umbrios y los galos: el campo fue fijado en el Sentino (hoy Fabriano) en la Umbría, cerca del país de los enenios.
Jamás fue vista tal unión de fuerzas en Italia, ni jamás los destinos del mundo antiguo tuvieron tan decisivo momento como aquel. Roma comprendió toda su gravedad, y a justó a ella sus preparativos. Había primero esperado impedir la formación de la liga; pero el cónsul Appio Claudio no confirmó como estratégico la fama que como administrador tenía. Fuerza fue, por tanto, recurrir nuevamente al anciano Fabio y a P. Decio, a, a cuyos dos ejércitos consulares, provistos de fuerte caballería, se añadieron otros tres: uno, bajo el mando del procónsul L. Volumnio, debía acampar en el Samnio; los otros dos, como cuerpos de reserva fueron colocados cerca de Roma, para poderlos mandar adonde la necesidad aconsejase. Una estratagema de Fabio mermó las filas del enemigo antes de que la lucha comenzase. Mandó, en efecto, avanzar las dos reservas en la dirección de Clusio, dándoles orden de devastar a su paso las tierras de Etruria. ¡El viejo cónsul conocía a sus enemigos! Al anuncio de esta devastación, las milicias etruscas dejaron al ejército aliado y acudieron a su patria para proteger las tierras. ¡Cuánta diferencia entre este pueblo y el samnita! Éste abandona su país a merced del enemigo, para no aminorar la unión de las fuerzas concertadas, y defender con ellas la independencia de las naciones; aquel, por el contrario, no se preocupa del porvenir, y, para proteger sus campos abandona el puesto que el honor y el verdadero interés de la patria le habían confiado.
Tuvieron, pues, los romanos que combatir en el Sentino solo contra los samnitas, galos y umbrios. Gelio Egnacio, autor de la liga, obtuvo su mando en jefe. Frente a los samnitas y a los umbrios se puso Fabio con el ala derecha; contra los galos colocóse Decio con la izquierda. Aquel, hábil y previsor, deja que se entibie el ardor batallador del enemigo, para poder acometerle cuando empiece a invadirlo el cansancio. El segundo, impetuoso y violento, ataca inmediatamente las filas contrarias, y causa la ruina de su propio ejército antes de que sobre el otro campo se haya empeñado la lucha seriamente. La caballería de los galos, y sobre todo sus carros de guerra, vistos entonces por primera vez por los romanos, habían ya espantado a las legiones de Decio; y entonces éste, recordando a su padre en Veseri , siguió su ejemplo sacrificando su vida y la hueste enemiga a los dioses infernales, por la salvación del ejército romano. Y como en Veseri, dio en Sentino sus frutos el sacrificio del heróico capitán: el ala izquierda, reforzada con parte de la reserva que le envió Fabio, se repuso y en tanto que ella sostenía a pie firme el ataque de los galos, la caballería de Campania, arrojada por Fabio sobre los flancos de aquellos, acabó por desbaratarlos. En aquel mismo instante los romanos vencían también en el ala derecha. Entre los que allí perecieron estaba el valeroso Gelio Egnacio, que con una gloriosa muerte coronó su vida heróica.
Después de la jornada de Sentino, la guerra entre Roma y el Samnio duró aún cuatro años; pero fue la lucha de un pueblo que solo puede aspirar a salvar su honor, porque su independencia y su libertad están irreparablemente perdidas. La desleal Etruria completó su defección estipulando con Roma una tregua de cuarenta años bajo condiciones humildísimas. Las tres ciudades capitales de la región, Volsinio, Perugia y Arezzo, obligáronse a pagar 500.000 ases cada una y a proveer de vestidos y víveres a las tropas romanas destacadas en ellas (460-294 antes de Jesucristo).
El Senado romano
Penetrada en su destino, la noble nación samnítica le hace frente con ánimo indómito. No invoca el favor de los dioses: pero los hace partícipes en su desgracia, ya que en aquella antigüedad la guerra de las naciones era a un tiempo guerra de dioses. En un campo cerrado, cubierto de lino, el gran sacerdote Ovio Paccio cumple el sacrificio según el antiguo rito. El embratur (emperador) introduce a los principales de la nación; y allí, en medio de las víctimas palpitantes y de los altares de los dioses, aquellos ciudadanos formulan la maldición contra sí mismos y sobre sus familias y hogares si llegasen a huir ante el enemigo, o dejasen con vida a un fugitivo. Diez y seis mil, dice Livio, hicieron este juramento (461-293 antes de Jesucristo), y lo mantuvieron; el cual, si no les dio la victoria, les salvó el honor. En Aquilonia, los samnitas fueron de nuevo vencidos. El cónsul Papirio Cursor, hijo del héroe de la segunda guerra samnítica, llevó a Roma 1.330 libras de plata y dos millones y medio de ases obtenidos por la venta de los prisioneros. La estatua colosal de Júpiter en el Capitolio, que se veía desde el monte Albano, fue construída con esta presa.
Pero los samnitas no se dieron aún por vencidos; y en el año siguiente consiguieron obtener alguna ventaja sobre el enemigo. Mas la llegada del anciano Fabio en calidad de enviado cerca de su inepto hijo, volvió a restaurar la suerte de las armas romanas, y a dar el último golpe a la resistencia de los vencidos. Para ser uncido al carro del cónsul triunfador, fue llevado entre cadenas Poncio Telesino, que mandaba a los samnitas en la última jornada. Ignórase si este era el autor del tratado caudino, o su hijo. De todos modos, fue una barbarie inútil, un innoble uso de la victoria el suplicio de aquel hombre; y si fue una venganza, fue indigna de un pueblo a quien la Italia entera ya obedecía.
Después de esta jornada, que ha quedado sin nombre, no vuelve a hablarse de encuentros militares, y solo se recuerda la ocupación de Roma de algunas ciudades como Cominio y Venusia, que lo fueron por el cónsul Postumio.
Venusia, situada en el camino de Malevento a Tarento, cerca de la frontera de Apulia y Lucania, tuvo, por razón de la extraordinaria importancia de su posición, 20.000 colonos (463-291 antes de Jesucristo).
El año inmediato fue por fin firmada la paz entre Roma y el Samnio. Con ella se cerraba medio siglo de guerras, en el cual se formó el poder itálico de Roma. Y aunque el texto del tratado de 464 (290 antes de Jesucristo) no nos sea conocido, la circunstancia en que fue pactado, y su puntual observancia por parte de los samnitas, demuestran claramente que con él empezó la sumisión del Samnio a la victoriosa República. Ésta no envió colonias al país, ni exigió a los samnitas concesiones territoriales; y quizá continuó honrándolos con el título de aliados, en el convencimiento de que eran de hecho sus súbditos, y de que un día serían también defensores de la majestad romana.

sábado, octubre 29, 2005

VI
LA GUERRA ETRUSCO-SAMNÍTICA
Pero ni la conquista y pacificación consiguiente del Lacio y la Campania, ni la sumisión de los volscos, que aquella produjo, fueron bastantes para sacar de su inacción a los samnitas. La misma ocupación de Fregela, tan importante para ellos por su posición, no los conmovió a pesar de ver en ella una hostilidad indirecta. Para explicar tal conducta, que no fue por cierto voluntaria, necesario es tener presente los hechos que en aquel tiempo se sucedieron en la Italia meridional. Allí la República de Tarento se hallaba en guerra con las poblaciones de Lucania y de la Mesapia; y, ciudad de mercaderes más que de guerreros, recurrió al auxilio de sus hermanos de Oriente, y llamó a Italia uno después de otro, como auxiliares suyos, a los reyes Archidamo de Esparta y Alejandro de Epiro. El primero acudió en vano, porque fue vencido y pereció el mismo día que Filipo de Macedonia obtenía sobre los griegos la victoria de Queronea (416-338 antes de Jesucristo). El segundo, cuñado y yerno a la vez de Filipo, vino también a Italia como aliado de Tarento, pero con el propósito de fundar un principado suyo. Por esto lo vemos, apenas triunfador de los enemigos de Tarento, arrojar la máscara, declararse a su vez enemigo de la República que lo había llamado, y constituirse campeón de las aristocracias lucana y mesápica, que antes había combatido. El hierro de un lucano destruyó, sin embargo, los ambiciosos designios del rey epirota, y Tarento respiró (424-330 antes de Jesucristo).

Archidamo III, rey de Esparta

Los samnitas tuvieron al fin entonces libertad de acción, y pudieron atender a los sucesos de Campania. Mientras sonaban al Sur las armas de Alejandro, hubiera sido en ellos locura el empeñarse en una nueva guerra contra Roma, tanto más cuanto que ésta era aliada del epirota.

El nuevo movimiento partió de Paleópolis. Esta ciudad, gemela de Nápoles, con la cual tenía de común el gobierno, pero de la cual le separaban opuestos intereses, fue elegida por los samnitas para iniciar la reconquista de la Campania. Ciudad tan democrática como aristocrática era su vecina, aspiraba a ser vengadora de la ignominia que el egoísmo sectario de la nobleza había traído a la patria poniéndola bajo la servidumbre romana. Paleópolis, pues, se rebeló. Para reducirla, e impedir que el movimiento se propagase, mandó Roma a Campania dos ejércitos consulares; el uno, conducido por Cornelio Léntulo, debía dirigirse a Capua; el otro, capitaneado por Publilio Filón, debía obrar contra Paleópolis. Pero, aunque la intervención fue rápida, Publilio no llegó a tiempo de impedir que la ciudad rebelde recibiese auxilios del Samnio y de Nola.

Publilio situó su campo en el espacio que separaba las dos ciudades; y este lugar de su elección demuestra claramente que Nápoles, no solo no tomó parte en la rebelión de su vecina, sino que se inclinó de parte de los romanos ayudando a las operaciones de los asediantes. A pesar de todo, la resistencia de Paleópolis duró más que el tiempo del consulado de Publilio, que terminó el 428 (326 antes de Jesucristo). Y aquí aparece por primera vez el conflicto entre las instituciones republicanas y las necesidades creadas por la política de conquista. Después de haberlo pedido el Senado, los tribunos hicieron votar al pueblo la prórroga del mando de Publilio hasta que hubiese llevado a fin su empresa. Y de este modo surgía el proconsulato, que hará un día expiar a la libertad romana la ambición de que había nacido.

Duraba aún el cerco de Paleópolis, cuando estalló la segunda guerra entre Roma y el Samnio. Mutuas querellas sirvieron de pretexto a esta gran lucha por el dominio itálico. Los romanos se quejaron de los auxilios que los de Paleópolis habían recibido, y los samnitas del envío de una colonia a Fregela, tierra de su pertenencia.

Los principios no fueron halagüeños para los samnitas; Paleópolis, después de una resistencia de casi dos años, sucumbió, por traición de dos jefes de la democracia, ante el sitiador. Roma abandonó su suerte a Nápoles, y desde este día desaparece hasta el nombre de la vieja ciudad. Tampoco acudieron los samnitas con mejor éxito a sus aliados. Los pueblos de estirpe sabélica, con excepción de los lejanos vestinios, permanecieron quietos, observando una neutralidad benévola para Roma, cuyo régimen aristocrático cautivaba sus simpatías. Por Roma se declaró la Apulia (los mesapios); y los lucanos variaron con fe incierta, hoy unidos a Roma, mañana al Samnio, salvo el variar cuando a su interés convenía.

Con estos auspicios poco lisonjeros para los samnitas comenzó la guerra, cuyos daños aumentó la lentitud de sus preparativos; y no habían aquellos salido todavía al campo, cuando ya el enemigo tenía en su poder tres plazas del Samnio situadas en la frontera de Campania, Allife, Callife y Rufrio (429-325 antes de Jesucristo)

Si bien las noticias de esta guerra llegadas hasta nosotros son pocas, y estas pocas se resienten del espíritu de partido de los narradores, no parece, sin embargo, dudoso que en el primer acto del gran drama, que se cierra con el suicidio del jefe samnita Brutolo Papio, y con el envío de su cadáver a Roma, la suerte de las armas permaneció propicia a los romanos. El mismo sacrificio de Papio lo atestigua; y el envío ignominioso de sus despojos al enemigo revela el descorazonamiento que a los samnitas había invadido.

Si el Senado de Roma hubiese moderado sus exigencias, la guerra hubiese allí acabado, y el Samnio habría renunciado a todo intento de hegemonía itálica. Pero Roma no conocía la templanza más que hacia los sometidos; y para que la usase con los samnitas era menester que ellos renunciasen a ser un pueblo independiente; y ante esta condición, el sentimiento de la dignidad nacional se despertó en ellos. Los que antes había abandonado el cadáver de Papio, piden ahora que se vuelvan a tomar las armas, y uno de los más animosos, Gavio Poncio Telesino es nombrado para mandarlos.

La topografía de aquel país montuoso fue entonces aprovechada como elemento estratégico de especial importancia. Los dos cónsules T. Veturio Calvino y Sp. Postumio, engañados por falsos informes, acordaron ir en socorro de Luceria, llave de la Apulia, que creían asediada por el enemigo; y para que el socorro fuese más pronto, decidieron tomar la vía más corta, entre los montes Tifata y Taburno, que les obligaba a atravesar un angosto valle rodeado de abruptas montañas, y que conducía a Caudio por profunda y selvática garganta (furculae caudinae, cerca de Arpaya). Llegados a ella los cónsules conocieron la insidia de que habían sido víctimas. Al consejo que le dio su padre de dejar libre el ejército enemigo, o destruirlo, Poncio prefirió el peligroso método de los temperamentos; y juzgando llegado el instante de resolver la cuestión política existente entre Roma y el Samnio, limitóse a pedir a los romanos que desocuparan sus posiciones en aquel país y en la Apulia, que llamasen los colonos de Fregela y que el ejército desfilase bajo el yugo. Los cónsules aceptaron estas condiciones, y la religión consagró el pacto (foedus caudinum). Seiscientos caballeros quedaron en rehenes, y el resto del ejército fue libre. Pero el Senado no ratificó el tratado; y evocando la sentencia, que en adelante sirvió de canon de derecho público: Injussu populi nego quiccuam sanciri posse quod populum teneat, lo hizo adoptar por las tribus, y aplicar retrospectivamente al pacto caudino, que quedó sin base jurídica; y Veturio y Postumio, tenidos personalmente como responsables del acto, fueron enviados al enemigo. Poncio se resistió al indigno holocausto, dando a Roma una lección de magnanimidad, que solo debió producir la sonrisa de aquel pueblo en quien la moral y la justicia estaban eclipsadas por el interés político (434-320 antes de Jesucristo).

Entonces la guerra renació más fiera. Para Roma, no solo tratábase de reivindicar sus conquistas, puesto que Luceria, Fregela, Terentino y la misma Satrico habían vuelto a poder del enemigo, sino también de lavar la mancha caída sobre sus legiones en Caudio. La firmeza demostrada por el Senado levantó los ánimos; y los resultados obtenidos por el censo del año 435 (319 antes de Jesucristo), en los cuales se vio que Roma poseía aún 130.000 ciudadanos útiles para las armas, concurrieron también a encender el valor de los romanos, y a confirmar su fe en el porvenir patrio. Dos generales de gran fama, L. Papirio Cursor y Q. Publilio Filón, fueron nombrados cónsules para que la revancha fuese más pronta y segura. La primera operación que había que cumplir era la liberación de Luceria, donde se encontraban los 600 caballeros tomados por Poncio en rehenes. Papirio, por la marina del Adriático, y Publilio atravesando el Samnio, encontráronse en Luceria. Al éxito de esta doble marcha contribuyeron las nuevas contiendas nacidas en el Samnio entre los partidarios de la paz y los de la guerra, que no fueron ciertamente los que menos contribuyeron a la ruina del país. Luceria, obligada por el hambre, se rindió; la guarnición samnítica pasó a su vez bajo el yugo, y los 600 rehenes fueron libres. La Apulia estaba de nuevo perdida para los samnitas.

En el año siguiente (435 de Roma), Papirio, reelegido cónsul con dispensa del plebiscito del 412 (342 antes de Jesucristo), volvió a tomar la volsca Satrico, que en castigo de su hostil reincidencia fue arrasada. Los samnitas, alarmados por aquellos rápidos éxitos del enemigo, pidieron paz otra vez, que era la tercera en siete años de guerra; pero no obtuvieron sino una tregua de dos años, de la cual fueron excluídos sus aliados (436-318 antes de Jesucristo). Esta exclusión revela los propósitos del Senado, confirmados bien pronto por los hechos; aislar el Samnio de Tarento, cumpliendo la conquista de Apulia y Lucania, y encerrar aquella región como en un círculo de hierro, en que no pudiera moverse sin el beneplácito de Roma: tal fue el objetivo de la política del Senado al conceder la tregua. En dos años se proponía realizar su plan.

Horcas Caudinas: el ejército romano desfila bajo el yugo

Pero los samnitas no se descuidaron. Terminadas las intestinas discordias ante la magnitud del peligro, también ellos se presentaron al expirar la tregua con propósitos dignos de un gran pueblo, que confiaba en sí mismo y en el porvenir de la patria. Hasta aquí todo su arte estratégico consistía en disputar al enemigo esta o aquella plaza de la Apulia y de la Campania; ahora tiene un designio más vigoroso y agresivo: llevar pronto al Liri el teatro de la guerra, urdir una insurrección general de aquellas poblaciones, antes que se borren de su mente los recuerdos de la antigua libertad; y echar a Roma fuera de la Campania, ocupando los dos caminos del Lacio; este fue el nuevo plan de guerra del Samnio.

La tradición romana no ha sido bastante generosa y leal para hacernos saber hasta que punto aquel plan se llevó a cabo. Tito Livio, al describirnos la campaña del 439 (315 antes de Jesucristo), parece caminar, como dice Devaux, sobre brasas, y prescinde en su relato del trámite de los hechos para llegar pronto a la catástrofe, que intencionalmente disfraza. Apenas narra la insurrección volsca de Sora, junto al Liri superior, nos conduce a Lautule, sobre el Liri inferior, y describiendo la batalla allí librada entre romanos y samnitas, trata de ocultar el éxito victorioso que estos últimos obtuvieron, y que, atestiguado por Diodoro, es confirmado por los hechos sucesivos. Vese, en efecto, después de aquella jornada, extenderse la insurrección a lo largo de todo el curso del Liri; Fregela vuelta a caer en poder de los samnitas; la Campania en sospechosa actitud; la aristocracia capuana vencida, y en la misma Apulia ahuyentada la dominación romana con la pérdida de Luceria.

Todos estos reveses no pudieron, en verdad, determinarse por una sola victoria. Mas si no cabe duda de que Roma fue vencida en Lautule, es también innegable que le bastaron dos años (440-441/314-313 antes de Jesucristo) para reparar todos los efectos de aquella derrota, e impedir la realización del nuevo plan estratégico de sus enemigos. Y para esto le sirvieron grandemente, por un lado la conducta fiel observada por las ciudades latinas, y por otro la cooperación de las aritocracias ausona y campánica.

En 441 vemos, en efecto, vueltos al poder de Roma Sora y Luceria, la Campania y la Ausonia pacificadas, y circunscrito al Samnio el teatro de la guerra. Escarmentado por la experiencia, el Senado se aprovechó del éxito para dar mayor extensión al sistema colonial: mandó una colonia de 2.500 hombres a Luceria, de 4.000 a Interamna, entre los volscos; y erigió también en colonia a Suessa Aurunca, las islas Ponzie y Satícula. En breve colonizará asimismo a Sora y Alba Fucense, a Narnia, antigua Nequino, en la Umbría, y Carseoli entre los ecuos; y en 463 (291 antes de Jesucristo) se verá surgir la gran colonia de Venusia con 20.000 colonos; y dos años después en Hatria en el Piceno; llegando a sumar las colonias latinas en la segunda mitad del siglo quinto de Roma, el número de veinte, que poco antes decimos solo era de diez.

Samnio: Alba Fucense y los montuosos Apeninos

En este tiempo espiró la tregua de cuarenta años concluída entre Roma y la Etruria. El haber esta última perdido las ocasiones que se le ofrecieron para volver al campo, cuando todo el Mediodía estaba en armas contra Roma, fue indudablemente, más que respeto al derecho de gentes, impotencia; por lo cual, cuando acordó moverse era ya tarde, y las esperanzas que su intervención hizo concebir a los samnitas, se frustraron.

Sin embargo, esta acción tardía de los etruscos logró un efecto que, de haberse antes obtenido, habría podido cambiar la suerte de la guerra: y fue levantar la aristocracia samnítica de la inacción en que yacía. Las espléndidas armaduras que Livio describe al enumerar las tropas del 444 (310 antes de Jesucristo), atestiguan la presencia de los aristócratas en el ejército del Samnio.

A partir de este mismo año, el teatro de la guerra se dilata; y mientras un ejército acampa bajo los muros de Boviano, capital de los pentrios, el otro va en ayuda de Sutrio, asediada por los etruscos. Y aquí el horizonte histórico se oscurece nuevamente. C. Marcio Censorino (así llamado por haber ejercido dos veces la censura), que dirigía la guerra en el Samnio, combatió, según Livio, con incierto éxito. Mas la creación de un cuerpo de reserva, y el nombramiento sucesivo de un dictador, demuestran que esta duda sobre el resultado de la batalla es uno de los recursos adoptados por la tradición romana para encubrir la derrota.

El dictador propuesto por el Senado era el anciano Papirio Cursor. Estando Marcio herido, fue aquel enviado a Etruria, donde guerreaba el otro cónsul, Q. Fabio Ruliano, para que éste diese su aprobación al mensaje del Senado. Y entonces tuvo lugar una escena que vuelve a prestarnos la severa majestad del espíritu patriótico de los romanos. Entre Fabio y Papirio existía un añejo resentimiento, que databa del tiempo de la última dictadura de Papirio. Los consulares que llevaban el mensaje del Senado, hallaron a Fabio más allá de la selva Ciminia, nunca antes rebasada por las legiones. Ya había aquel capitán vuelto a tomar Sutrio a los etruscos, y ahora se preparaba a combatirlos en el corazón de su país. Al oir el mensaje, calló y dejó a los enviados silenciosamente; pero durante la noche proclamó dictador a Papirio, venciendo en él el ciudadano al hombre, y haciendo enmudecer ante la patria su personal resentimiento. Con tales jefes el éxito no podía dejar de ser bueno. En tanto que Fabio batía al enemigo junto al lago Vadimon (hoy de Bolsena) y separaba de la liga a Perugia, Cortona y Arretium (moderna Arezzo), firmando con cada una de ellas la paz; el dictador Papirio restauraba la buena marcha de la guerra en el Samnio, obteniendo en Longula un gran triunfo. Pero todavía no fueron estas victorias decisivas; todavía se necesitan grandes esfuerzos para reducir aquellos dos pueblos, que comprenden el gran peligro que les amenaza. Y no lo comprenden y confrontan ellos solos: los montañeses de Umbría, movidos también por un sentimiento magnánimo, se levantan para ayudar en la venganza de sus vecinos, anunciando en alta voz su propósito de asaltar a Roma. Pero antes de que estén prontos a ejecutarlo, entra Fabio con marcha audaz en su territorio, y les toma a Mervania (449-305 antes de Jesucristo); y habiéndole sido prorrogado el mando para el año siguiente, el valeroso jefe corona la triunfal empresa con la victoria de Allife, en que hizo prisioneros a 7.000 samnitas.

La gran fortuna de Roma consistió entonces que los movimientos de estos pueblos tuvieron lugar aislada y sucesivamente. Así pudo combatirlos uno a uno, y hacerse dueña de la victoria.

Después de los umbrios comparece en escena los hérnicos, como auxiliares de los samnitas. Pero no todas sus ciudades tomaron parte en la contienda; Alatri, Verula y Ferentino permanecieron fieles a Roma; y esto hizo más fácil el triunfo al cónsul Q. Marcio Tremolo. Roma premió a las tres fieles ciudades dándoles la ciudadanía perfecta; a las demás solo concedió la civitas sine suffragio (448-306 antes de Jesucristo).

Desembarazados los hérnicos, Marcio entró en el Samnio, donde su colega Cornelio Arvina se encontraba en apuro; y llegó a tiempo para salvarlo y desbaratar al enemigo. Roma alzó una estatua al valiente vencedor, y concedió tregua a los aterrorizados samnitas por el pago de una anualidad de sueldo a los dos ejércitos consulares.

Nuevos reveses militares, en los cuales los samnitas perdieron a Boviano y a su jege Gelio, trajeron dos años después la conclusión de una paz que debió ser definitiva, pero que solo fue transitoria. Por ella los samnitas reconocían la alta soberanía de Roma, lo que les constituía en la obligación de no hacer guerra ni alianza alguna sin el consentimiento de la República. (450-304 antes de Jesucristo).

Durante seis años descansaron entonces las armas de Roma y del Samnio; y aquella se aprovechó de este respiro para reforzar y extender su sistema colonial. La importante plaza de Sora sobre el Liri, que en la última guerra samnítica había caído algunas veces en poder del enemigo, llegó a tener 4.000 nuevos colonos; 6.000 tuvo Alba, sobre el lago Fucino, al principio de la vía que iba al Samnio y a la Apulia (451). Los ecuos, celosos de ver nacer en su territorio tan poderosa colonia, intentaron destruirla; pero esta tentativa les trajo la ruina, y hasta su nombre, dice Livio, pereció con ellos.

También utilizó Roma aquel respiro para afirmar en la Etruria, como en la Umbría, su alta soberanía. En el primero de estos países se presentaron dos ocasiones para intervenir; la una fue la rebelión del partido democrático de Arezzo contra la familia de los Cilnios, que regía la ciudad en nombre de los grandes. Representante y patrona de las aristocrias itálicas, Roma mandó a Arezzo un ejército para restablecer el régimen abolido. El movimiento aretino, que se difundió a las ciudades limítrofes, movió a los vecinos galos a entrar de nuevo en Etruria; y esto produjo la nueva y victoriosa intervención de Roma en este país. Los galos no esperaron siquiera las llegadas de las legiones; y éstas, que habían venido para el combate y el botín, devastaron el territorio y se vengaron en sus habitantes de su desengaño. Entre las dos expediciones romanas a Etruria tuvo lugar la de Umbría, de que fue teatro la fuerte Nequino, sobre el Nera. La tradición no ha explicado las razones de esta guerra, de la que solo sabemos que Nequino, después de una resistencia que duró casi dos años, se entregó; y, mudado su nombre histórico en el de Narnia, se transformó en colonia romana (455-299 antes de Jesucristo).

En el mismo año de la colonización de Nequino, formábanse dos nuevas tribus, la Anienis y la Teretina, creadas por los censores P. Sempronio Sofo y P. Sulpicio Saverrión; con lo cual el número de las tribus romanas llegó a treinta y tres.

Las conmociones de la Etruria repercutieron en el Samnio. Ya el disfrazado socorro que los samnitas habían prestado a Nequino en su última rebelión, demostraba que el partido de la guerra había recuperado allí su ascendiente, y que la renovación de las hostilidades contra Roma debía estar próxima. La invasión de los samnitas en la Lucania, realizada inmediatamente después de la rendición de Nequino, fue el preludio de la lucha suprema entre los dos pueblos rivales; y las altivas palabras con que los samnitas respondieron a la intimación del Senado para que evacuasen la Lucania, demuestran con que fiero ánimo se aprestaron a la nueva contienda.

Pero a la altivez de los propósitos no correspondieron los sucesos. Los samnitas, al comenzar de nuevo su hostilidad contra Roma, habían contado con el concurso de la Etruria; y la rapidez de la acción romana quitó toda eficacia a esta esperanza. Mientras que el cónsul L. Cornelio Scipión vencía a los etruscos en Volterra, su colega Gn. Fulvio se apoderó de Boviano y de Aufidena, cerca de las fuentes del Sangro (456-298 antes de Jesucristo).

Al año siguiente, el teatro de la guerra fue únicamente el Samnio. Los fuertes aprestos del enemigo aconsejaron al Senado romano llamar al consulado dos valerios, capitanes muy entendidos en la estrategia, que fueron Q. Fabio Ruliano y P. Decio Mure. Estos cónsules entraron en el Samnio por diversos caminos, y ambos salieron victoriosos; Fabio batió a los samnitas en Tiferno, y Decio a los apulios, sus asociados, en Malevento (Benevento). El Samnio fue horriblemente devastado (457-297 antes de Jesucristo)

Aquí la tradición nos habla, en fin, de los Lucanios. Ellos, que habían sido causantes principales de la guerra por sus quejas contra los samnitas, desaparecen de la escena apenas recomienzan las hostilidades, para no volver a ella sino cuando la suerte de las armas está ya decidida; y como este hecho no es natural ni lógico, justo es creer que el relato tradicional adolece aquí de otra laguna. Cuando el viejo Fabio vino como cónsul a la Lucania, dominaba allí el partido democrático, opuesto a Roma y amigo del Samnio. Fabio lo abatió, y restituyó el poder a los nobles, que habían ya muchas veces hecho vil mercado de su patria con la República (458-296 antes de Jesucristo).

El sacrificio de Decio Mure (hijo), por Rubens.

jueves, octubre 27, 2005

V
LAS GUERRAS SAMNÍTICAS
Con la expulsión definitiva de los galos del Lacio, ciérrase el período de las guerras defensivas de Roma, y vuelve a abrirse el de sus conquistas, que la invasión gálica interrumpiera. Múdase la escena; en vez de la Etruria, son las regiones del Sur, la Campania y el Samnio, el teatro del nuevo movimiento de expansión de Roma, que ya no volverá a suspenderse hasta que, primero la Italia, y el mundo civilizado después, caigan bajo el imperio de la poderosa República.
Los abiertos campos de la Campania habían atraído a este país una serie de conquistadores, antes de que Roma osase dirigir su ambiciosa mirada más allá del Liri (Garigliano). La historia tradicional nombra y cuenta los pueblos que se disputaron el dominio de aquella tierra privilegiada. Los oscios, los ausonios, los griegos y los etruscos se atropellan unos a otros en la empresa, hasta que Roma los somete a todos a su dominio.
Antes de que Roma interviniese en esta guerra de conquista, uno de los beligerantes había desaparecido de entre los dominadores. En el año 331 (423 antes de Jesucristo), la ciudad de Capua, metrópoli de la confederación etrusca de la Campania, había caído en poder de los vecinos samnitas, y bien pronto la suerte de la capital fue la de las demás ciudades confederadas. Ya hemos visto las causas del rápido decaimiento de Etruria; para el de la Campania, se unieron a las causas exteriores otras interiores no menos ruinosas. El antagonismo entre las dos clases sociales, la aristocracia imperante y la democracia, agravado por las diferencias étnicas que la ineptitud asimiladora de los etruscos mantuvo vivas y sentidas, provocó, en la mitad primera del cuarto siglo de Roma (450 antes de Jesucristo), el conflicto de que resultó la expulsión de los etruscos de la Campania. Y el hecho fue contagioso. Llegado el gobierno de Capua a manos de la democracia, atrajo ésta a su camino a la democracia de la metrópoli helénica en Campania, Cumas; y en Cumas pasó lo mismo; vencida la nobleza, parte de ella se sometió a la servidumbre, y parte halló un asilo en Neapoli (Nápoles), cuya importancia histórica comenzó entonces (334-420 antes de Jesucristo).
El fracaso de las dos confederaciones etrusca y griega de la Campania, no tuvo, sin embargo, para aquella región, efectos iguales. Mientras que, con la cesación del dominio etrusco, desapareció todo vestigio nacional, la cultura helénica sobrevivió a la ruina de su imperio, y continuó ejerciendo allí una influencia que la misma Roma tratará en vano de esquivar. Y a esta influencia debióse la vuelta de la aristocracia al poder en la Campania. Cuando estalló la primera guerra romano-samnítica, Capua, que era entonces metrópoli de toda la región, tenía otra vez un gobierno aristocrático, cuya condición tuvo trascendencia decisiva en los futuros acontecimientos.
Pero antes de hablar de esta famosa guerra, que marcó los nuevos destinos de Italia, debemos detenernos a describir el suelo que los samnitas ocupaban, y el caracter de esta potente nación.
En la reseña que al principio de este libro hemos hecho de los primitivos pueblos itálicos, vimos como los samnitas, o sabinitas, formaron, unidos a los sabinos propiamente dichos, parte de la gran familia o gente sabélica, que, desde el valle de Amiterno, su cuna, se extendió a lo largo del Apenino central y meridional, hasta la parte extrema de la península. La primera rama de esta familia, que se separó del tronco común, fueron los sabinos; a los cuales hallamos, aún en los tiempos prehistóricos, avanzando hacia Occidente en el valle Reatino (Rieti), de donde partió la colonia que fue a habitar el Quirinal. Otra rama se encaminó hacia Oriente, y fue a establecerse en el Piceno. Una tercera se dirigió al Mediodía, y fijó su estancia en el valle del lago Fucino (Celano). La única que conservó el nombre patrio de sabinos, fue la rama occidental; las demás tomaron nombres diversos. La oriental se dividió en grupos de pueblos, que se llamaron Picentes, Marucinios (a la derecha del Aterno) y Frentanios. La central, establecida en los valles del Lago Fucino y del Sagro (Sangro) superior, tomó los nombres de Marsios y Pelignios. La cuarta rama, confinante al Occidente con la Campania, se partió en una serie de pueblos, de los que fueron los más importantes los Pentrios (sobre el monte Mateses), los Caudinos (sobre el Taburno) y los Irpinios (sobre el Irpino). Todos estos pueblos, además del propio nombre particular, llevaban después otro común a todos ellos, que era el de samnitas; y Samnio era la región itálica por ellos ocupada.
Lo mismo que el Lacio, la Campania y la Etruria, el Samnio estaba constituído en federación. Pero la confederación samnítica carecía de un verdadero centro nacional que le imprimiese dirección política uniforme y constante; y este defecto de una dirección única debía hacer sentir sus consecuencias funestas en la guerra que al Samnio amenazaba contra la potente Roma. Sus primeros tristes frutos se habían ya demostrado. A despecho de su origen y del sello común de su caracter, los pueblos de esta estirpe, faltos de aquel centro nacional, debían sufrir los malos efectos de las heterogéneas influencias que les acarreaba el contacto con sus vecinos. Los samnitas, por ejemplo, que habitaban en la proximidad de la Campania, no pudieron resistir a la influencia de aquella cultura fastuosa y deslumbradora que les rodeaba; y fueron los primeros en perder las sencillas costumbres que los montañeses supieron conservar. Y por esto, cuando Roma volvió contra el Samnio sus armas, la unidad nacional de la gente sabélica estaba ya despedazada, y las otras naciones permanecieron largo tiempo extrañas a la gran lucha; y solo cuando conocieron que en la causa de los samnitas estaban empeñados sus intereses y su porvenir, fue cuando se resolvieron a entrar en la contienda.
La historia tradicional de la primera guerra romano-samnítica presenta tales oscuridades e incongruencias, que ha habido que recurrir a las más atrevidas indagaciones para hallar el hilo de la enmarañada madeja, y deshacer el confuso nudo de los sucesos. Capua, metrópoli de la Campania, está en guerra con sus vecinos del Samnio. Vencida dos veces por ellos, llama en su auxilio a los romanos; y alegando el Senado que Roma estaba unida a los samnitas por un reciente pacto de alianza, los capuenses salvan la dificultad poniendo a su ciudad bajo la obediencia de Roma. Arrojados los samnitas de la Campania, estalla una insurrección entre la guarnición romana de Capua, contra su propio gobierno: y Roma deja a la Campania abandonada a sí misma, y los samnitas permanecen indiferentes, como si este suceso en nada les afectase.
Son, como se ve, evidentes, las lagunas del relato tradicional. Capua no pudo abdicar su independencia y libertad, sin que a ello la obligasen causas harto más graves que el simple deseo de su defensa contra los samnitas, que pertenecían, después de todo, a su nacionalidad. Y los samnitas no debieron dejar pasar infructuosamente la rebelión militar triunfante en Capua contra Roma, sin que a ello les obligase razón harto más fuere que el vínculo de un pacto, cuya naturaleza y entidad no constan tampoco claramente.
Aquí evidentemente obró el espíritu de los partidos, cuya presencia y cuya acción influyó torpemente sobre los analistas, sin que los historiadores, a quienes sirvieron de fuente, lograsen advertir sus faltas y contradicciones. Así presentan a los samnitas que combatieron en Teano, como representantes de la democracia, y a los teanenses, ayudados por los de Capua, como regidos por la aristocracia; no obstante lo cual, afirman que fue el partido aristocrático de Capua quien puso a merced de Roma la patria, por no darla vencida a los samnitas. Pero los hechos posteriores demostaron que Capua fue víctima sórdida de una facción. Roma y Samnio, pues, se hallaron por primera vez frente a frente, y ya desde este instante se echan de ver las ventajas de un Estado unitario sobre otro confederado.
Antes de que los samnitas estuviesen prontos para afrontar al nuevo enemigo, dos ejércitos consulares habían ya entrado en Campania: el uno conducido por M. Valerio Corvo, marcha a librar a Capua: el otro, mandado por A. Cornelio Cosso, había acampado en Satícola, cerca del Volturno, para proteger las operaciones de aquel. Librada Capua, Valerio siguió adelante en busca del enemigo, para poderlo combatir lejos de la ciudad, donde ya el partido democrático murmuraba. Y lo halló cerca del monte Gauro, entre Nápoles y Cumas. Luchóse con valor por una y otra parte; pero el campo quedó por los romanos. El otro cónsul, viendo avanzar un ejército samnita, dejó la posición de Satícola y se internó en el país; pero ignorando la topografía del terreno, se encontró entre Satícola y Benevento, estrechado en una garganta sobre cuyas alturas se presentaron improvistamente los enemigos. Y sin el ardimiento del tribuno P. Decio, que con los astati y los principi de una legión fue a ocupar otra altura que dominaba las del contrario, la fuerza de Cornelio hubiera estado perdida. Una tentativa de los samnitas para ganar aquella, solo sirvió para aumentar su mala situación. Valerio los volvió a derrotar en Suesula (unos 15 kilómetros al Sureste de Capua), y, si se cree a Livio, hizo presas de sus victorias 40.000 escudos y 170 banderas: exageraciones que, no pudiendo ser desmentidas por los mudos anales del vencido, se harán más frecuentes y atrevidas en el relato sucesivo de la guerra.
Así se cerraba la campaña del 411 (343 antes de Jesucristo), primera de la guerra romano-samnítica. Pero entonces tuvo lugar una inesperada tregua, cuya razón por parte de los romanos conocemos: la guerra hecha por los latinos a los pelignios, y la sedición militar descubierta en aquel invierno, reclamaron la actividad de la República en lugar distinto. Por parte de los samnitas, la razón de la tregua no es evidente, y la tradición la juzga únicamente desde el punto de vista de los partidos. La democracia que hizo la guerra salió de ella condenada por la derrota: ¿Qué cosa, pues, más racional, que en un Estado federativo, que no era guerrero por costumbre, ni agresivo por necesidad, el éxito desgraciado de aquella empresa alejase del poder al partido que era su autor?
La sedición militar, que impropiamente es llamada tercera secesión de la plebe, resultó de dos causas simultáneas: la una fue la introducción de los proletarios en el ejército; la otra, el caracter especial de la última campaña. Había sido esta a un tiempo defensiva y ofensiva: la rebelión de Capua había ensanchado el territorio romano hasta el Volturno; y habiendo sido teatro de acción la Campania, resultó que las legiones se encontraron defraudadas del principal premio a la victoria reservado: el saqueo.
Esto irritó especialmente a los proletarios, para los que la guerra era ante todo un oficio lucrativo; y su irritación fue explotada por el partido democrático de Capua para intentar un golpe contra la aristocracia dominante, que diera a los legionarios las riquezas y a los demócratas el poder. El movimiento ya había empezado cuando llegaron en Roma las elecciones consulares; y en presencia de tanto peligro los patricios abandonaron la política reaccionaria, y volvieron lealmente a la ley Licinia. El plebeyo C. Marcio Rutilo entró en su cuarto consulado, e ignorando la naturaleza del movimiento de los de Capua, creyó que bastaría a sofocarlo el licenciamiento de los más levantiscos; pero esta medida convirtió la sedición en rebelión abierta. Los licenciados se reunieron en Lautule, tierra de los volscos, y fijaron allí su campo: grandes turbas de proletarios vinieron de Roma a engrosar las filas rebeldes, y el Senado entonces recurrió a nombrar un dictador, que fue M. Valerio Corvo, el vencedor de Gauro y Suesula.
Lo que caracteriza esta rebelión es la misma causa que la produjo. Hasta entonces las rebeliones habían sido provocadas por la pretensión ilegal de los cónsules para mantener a la plebe en el servicio militar aún después de cumplido su término obligatorio; pero aquella rebelión tuvo, por el contrario, por móvil el licenciamiento de las tropas, y a esta causa se acomodaron las concesiones que el dictador les hizo. La lex Valeria militaris, que ocurró al conflicto, establecía: ne cujus militis scriptis nomen nisi ipso volente deleretur. Pero una ley reducida a proteger al soldado contra un licenciamiento no pedido, no es satisfacción bastante para una clase entera, ofendida por su inferioridad política, ya que sea satisfacción parcial de los que tengan en el servicio militar su provecho. Mas como estos proletarios son a la vez ciudadanos, y forman parte de la plebe quejosa del patriciado por la inobservancia de la ley Licinia; por esto vemos, junto a la medida que cuidó de la suerte del soldado, aparecer otra ley propuesta por el mismo dictador Valerio, en la cual se garantizaba a los oficiales la conservación de su grado; y por esto vemos también asociadas a las leyes militares, disposiciones económicas y políticas encaminadas a mejorar la condición de los pequeños propietarios, y a satisfacer las pretensiones del elemento plebeyo.
Pero más bien que por las providencias que la resolviera, la revuelta militar del 412 (342 antes de Jesucristo) revisitó especial importancia por sus consecuencias. Por un lado, estrechó los vínculos entre el patriciado y los jefes de la plebe, o sea entre los dos grupos del partido conservador, que de aquí en adelante mantendrán la ley Licinia lealmente observada en su parte política. Por otro lado, aquella rebelión dio pretexto a los pueblos vecinos para volver a sus ataques contra Roma, y a los latinos para tener pretensiones que de otro modo no hubieran siquiera imaginado.
Después de haber tomado bajo su protección a los sidicinios (pobladores campanos del sur del Volturno), abandonados por Roma a los samnitas, y concluído una alianza con los de Campania, entre los que la democracia había recuperado el poder, las ciudades latinas enviaron diputados a Roma para pedir su igualdad civil y política con la metrópoli, un puesto en el Consulado y la mitad de las sillas senatoriales. La acritud con que fue rechazada esta pretensión, y la muerte violenta del legado latino, L. Annio, que en la tradición aparece como un hecho prodigioso, atestiguan, no tanto el orgullo romano, como aquel poderoso espíritu de ciudadanía, que era ya para Roma una segunda religión.
La guerra estaba, pues, decidida, y ambas partes tenían perfecta idea de su importancia; por esto los romanos llevaron al Consulado dos valientes capitanes, T. Manlio Torcuato y P. Decio Mure, y las ciudades latinas reunieron sus mayores fuerzas. Fue también gran ventura para Roma que en esta guerra no entrasen ni los volscos ni los ecuos: los primeros, vencidos en Satrico por el cónsul Plaucio (413-341 antes de Jesucristo), no tuvieron tiempo ni modo de aprovechar la ocasión propicia a su revancha; y los segundos permanecieron también inactivos: y de aquí la brevísima duración de la guerra romano-latina. Como en la primera samnítica, así en esta bastó una sola campaña para decidir la suerte de las armas (414 de Roma). Los confederados acamparon en la vecindad del monte Vesubio, en la creencia de que los romanos irían a atacarles por una de las dos vías directas que debían llevarlos, o en medio de los volscos, o en medio de los auruncios, que eran igualmente sus enemigos. Pero el buen acuerdo de los cónsules elegidos evadió el insidioso cálculo: en lugar de pasar el Liri por su curso superior, o junto a su embocadura, los romanos remontaron las fuentes del río, atravesando las tierras de los marsios y pelignios, que permanecían extraños a la contienda, y no tenían contra Roma ánimo hostil. De este modo la hueste romana pudo penetrar en Campania sin encontrar enemigo alguno, y librar batalla a los latinos sobre el mismo terreno por ellos elegido. Dos hechos, uno precedente a la lucha, y otro que tuvo con ella efecto, patentizan la superioridad de las armas romanas sobre aquellos enemigos de la República.
Visión marítima del monte Vesubio
Para evitar el peligro de que la antigua comunidad de los dos pueblos latino y romano no crease relaciones de simpatía entre los dos ejércitos, los cónsules habían dado órdenes severísimas, entre las cuales se contó la prohibición de aceptar retos o combates particulares sin autorización del jefe supremo. El hijo del cónsul Manlio desobedeció este mandato; enviado con un cuerpo de caballería a explorar los movimientos del ejército enemigo, no supo resistir la provocación de un caballero tusculano, y lo tendió muerto a sus pies. Vuelto al campo, pagó con la vida su desobediencia. El inexorable padre declaró ante el ejército que entre el sentimiento de la familia y el deber de la patria no podía ser la elección dudosa; e hizo decapitar a su hijo, después que hubo recibido la corona triunfal que le esperaba. Manlio fue por ello objeto del odio público, y la frase imperia Manliana llegó a tener proverbial significado de horror; pero él cumplió su objeto; el ejército le prestó incondicional obediencia, y la victoria fue suya.
El otro hecho fue el sacrificio de Decio Mure. Los dos cónsules, antes de empezar la batalla, habían hecho el voto de que si uno de los dos ejércitos, que respectivamente mandaban, retrocedían en la pelea, su jefe se sacrificaría voluntariamente a los dioses manes y a la madre Tierra, para arrebatar al enemigo la victoria. Ya la pelea había comenzado junto al Vesubio, y los astati del ala izquierda habían llevado la peor parte en el primer encuentro. En este momento crítico, el cónsul Decio llama junto a sí al pontífice Valerio, y, cubriéndose la cabeza con la toga, pronuncia solemnemente la fórmula sacramental con que hacía testigos a los dioses de que por la salud de la República y del ejército romano ofrecía a los manes y a la Tierra su persona, las legiones enemigas y sus auxiliares. Y dicho esto saltó sobre su caballo de batalla y se lanzó como un genio exterminador en medio de las contrarias filas. Y el acto magnánimo dio sus frutos: las legiones, enardecidas por el gran ejemplo, vuelven con nuevo ardor a la lucha; los enemigos, ya asombrados ante el sacrificio de Decio, son puestos en desbandada por una estratagema de Manlio; el cual, habiendo hecho vestir a la reserva el traje de los triarios, llegó al campo con estos cuando ya el enemigo tenía agotadas sus fuerzas y se hallaba incapaz de recomenzar la lucha. Entonces el jefe de los latinos, Nunisio, se retiró con las avanzadas de su ejército hacia el Liri inferior, y desde allí llamó a todos los hombres válidos del Lacio a tomar las armas y correr en su auxilio. Pero Manlio no dio tiempo de organizarse a las nuevas fuerzas, sino que las asaltó en Trifano, orilla izquierda del Liri, y las deshizo.
La suerte de la liga latina estaba cumplida. En la Campania el derrotado partido aristócrata ofrece a Roma la patria; y en el Lacio cesa toda acción común de las ciudades, cada una de ellas se aisla, e intenta una resistencia suprema, o se rinde, según el partido que las domina. El desfallecimiento de aquel pueblo era tan general y profundo, que no supo siquiera aprovecharse de las dificultades internas que trabajaron a Roma en el siguiente año para hacer con sus fuerzas unidas un último esfuerzo. Y cuando en el 416 (338 antes de Jesucristo) los dos cónsules L. Turio Camilo, hijo del gran dictador, y C. Menio comparecieron en el Lacio, no hallaron más que algunas ciudades que reducir, pero no un pueblo que combatir; y bastaron dos encuentros parciales (sobre el Astura y en Pedo) para hacer cesar toda resistencia. El Lacio había cerrado el libro de su historia.
Ya la República romana debía aplicar por vez primera en grande escala su genio organizador. Dos vastas regiones habían entrado en el estado quiritario, y convenía presentar a los nuevos súbditos la conservación y del desarrollo del nuevo orden de cosas como más conveniente a sus intereses que la propia restauración de su estado antiguo. Había tenido este por fundamento la independencia nacional: en el nuevo, el interés general cedía su puesto a los intereses particulares. A la igualdad fueron, por tanto, sustituídas las jerarquías civiles y políticas, a la fraternidad las rivalidades, que habían de ser instrumentos inconscientes de la servidumbre. Llegando a ser extrañas la una clase a la otra por la diferencia de sus condiciones, se las redujo a la imposibilidad de asociarse para vencer una dependencia diversamente apreciada; y si fue posible alguna acción común, consistió en la emulación para captarse el favor de la República soberana, o para conseguir y conservar los privilegios obtenidos. Así la política del divide et impera, que de allí en adelante se verá convertida en razón de Estado, daba en el Lacio sus primeros frutos; de ella nacerá, como lógica y necesaria consecuencia, el principio expresado en la famosa frase majestatem populis romani comiter observare, que vendrá a ser la regla universal de conducta con las naciones vencidas.
En el nuevo arreglo del Lacio se pueden apreciar dos momentos o aspectos distintos. El uno es de caracter general y de acción prohibitiva: Livio lo describe con la siguiente frase escultural: Latinis populis connubia comerciaque et concilia inter se ademerunt. No hubo, pues, ni asociaciones políticas, ni consorcios civiles, ni relaciones comerciales entre las ciudades del Lacio; o lo que es lo mismo, no hubo entre ellas vínculos morales ni materiales. El otro aspecto, o momento, es de caracter individual y de acción positiva, puesto que estableció los derechos y las obligaciones que a cada ciudad se reservaron. Roma concedió a algunas de ellas, como premio de su pronta sumisión, la civitas cum suffragio, o, como hoy se diría, la ciudadanía activa. Este tratamiento tuvieron Túsculo, Lanubio, Aricia y Nomento. Laurento mereció excepcional distinción, en premio de su constante fidelidad: Roma reconoció su independencia, y concertó con ella una alianza sobre la base de la igualdad mutua.
Otras ciudades tuvieron la civitas sine suffragio, que las excluía de los derechos políticos. Y esta condición de servidumbre a medias, tocó a Velitre (con la agravación del destierro de los senadores y del desmantelamiento de sus murallas); y tocó también a Lavinio, Fondi, Formia y las ciudades de Campania, Cuma, Suesula y Capua, con exclusión en esta última de la clase de los caballeros, que obtuvo por su fidelidad la ciudadanía perfecta. Tiburi y Preneste, que habían extremado su resistencia, perdieron parte de su territorio.
También dio el nuevo arreglo del Lacio ocasión a Roma para desarrollar su sistema colonial. Este sistema consistía en establecer en las tierras sometidas un cuerpo de ciudadanos (coloni) entre los cuales se distribuía la tercera parte de las posesiones de los vencidos. Y como las ciudades, también las colonias tuvieron sus jerarquías; y hubo colonias latine, privadas del derecho de sufragio, y romane y maritime, que lo tenían. Entre las latine se contaron Cales (420-334 antes de Jesucristo) y Fregela (426-328 antes de Jesucristo), fundadas con el objeto de proteger las conquistas meridionales; y Ancio y Terracina entre los volscos, abrieron la serie de las colonias de primer grado.
Corolario de esta ordenación del Lacio y la Campania, fue la creación de dos nuevas tribus romanas llamadas Mecia y Scapzia, fundadas en 422 (332 antes de Jesucristo) por los censores Q. Publilio Filón y Sp. Postumio Albino. A ellas se unieron en el decenio siguiente otras dos, la Ufentina y la Falerna, cuyo territorio se extendía hasta Campania: por lo cual el número de las tribus romanas subió a treinta y uno, y el de los ciudadanos, que en el censo del año 415 (339 antes de Jesucristo) sumaban 160.000, se halló en veinte años aumentado con 90.000. Este rápido aumento hará de aquí en adelante a la previsora República menos pródiga en conferir su ciudadanía.
Era la vez primera que el mundo antiguo daba el ejemplo de una aplicación tan templada y sagaz del derecho de conquista. La violencia que en otras partes, y en la Grecia misma, fue erigida en razón de Estado de los vencedores sobre los vencidos, desapareció en Roma con la victoria final, para dar lugar a una especie de compromiso inspirado por la previsión. Esto explica como sucedió que, mientras los Imperios de Esparta y Atenas no llegaron nunca a consolidarse, y tuvieron corta existencia, el de Roma adquirió por el contrario tal solidez y consistencia, que lo hicieron capaz del mayor acrecentamiento que el mundo ha presenciado.
Guerreros samnitas