CAPÍTULO III
ROMA REGIA
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I
EL MITO DE RÓMULO
La tradición hace preceder a la era republicana de Roma un período monárquico de dos siglos (el siglo era computado por 120 años), período mítico, más que histórico, cuyos hechos revisten aquel gran caracter subjetivo que nos presenta a todo lo romano naciendo, por decirlo así, de sí mismo. Las instituciones políticas y religiosas, las costumbres, la nacionalidad, parecen surgir de sus entrañas: todos sus elementos constitutivos tuvieron un fundador propio. Rómulo, Tito Tacio, Tulio Hostilio y Anco Marcio fueron los fundadores del patriciado, dividido entre sus tribus, y de la plebe. Rómulo lo fue del Imperium, y el sabino Numa, su sucesor, del pontificado. La antelación del Imperium descansa históricamente en el concepto de que, siendo una institución divina, debió servir de base y de fuente a todos los poderes y hasta al culto religioso.
Otra fase de ese caracter subjetivo de la tradición romana es la que nos presenta a Roma como descendiente de Alba Longa. Para crearla se compuso un drama con elementos sobrenaturales. El heredero del trono de Alba, Numitor, fue suplantado por su hermano menor, Amulio; y su hija, Rea Silvia, fue hecha vestal para que aquel no tuviese sucesión directa y asegurar así la impunidad de la usurpación. En esto interviene el dios Marte, como en todo el aspecto prodigioso que acompaña a la figura de Rómulo, desde su cuna a su fin. Pero además del prodigio, cuenta la romana tradición con la incoherencia de sus hechos, que conspira asimismo contra su certeza. Aquel Rómulo, que reconquistó para su abuelo Numitor el trono de Alba, en vez de esperar el día de sucederle, abandona patria y palacio, y poniéndose al frente del mismo partido a quien antes venciera, va a fundar en las siete colinas una nueva ciudad, y la tradición, para unir así los reyes de Roma a la dinastía albana, no retrocede ni ante el absurdo. Antiguas memorias de la ciudad, y más que nada antiguos cultos cuyo origen se había olvidado, dieron a esa tradición concesiones y elementos míticos, disfrazados de hechos históricos y descritos con afectación autoritaria. La primera de ellas es la del Asilo. Convenido que Roma tuvo un fundador, era preciso explicar el modo con que la nueva ciudad fue poblada: y la clave de este problema fue dada por el templo de Vejovis, que de tiempo inmemorial se situó en una de las gargantas del Capitolio, en medio de una selva virgen.
El Vejovis itálico era una deidad expiatoria: se le representaba con un haz de flechas en la mano, y se le tenía por el dios de los desterrados, a quienes el destierro servía de expiación. Y allí, en aquella estrechura montuosa y bajo los auspicios de aquel dios, fue donde la tradición hizo a Rómulo abrir y fundar su Asilo. Y de este mito nació fácil y lógicamente el del rapto de las sabinas. ¿Qué convenio humano dura sin la mujer? ¿Qué matrimonios legítimos podían contraer los echados de su patria? Una costumbre antiquísima, de origen también ignorado, vino a su vez en ayuda de esta conseja. El rito matrimonial entre los romanos afectaba cierta violencia: la virgen desposada, arrancada a los brazos maternos por los padrinos, era por estos llevada a la casa del marido, e introducida allí en brazos.
Y este simulacro de violencia, emanado en su fondo de un sentimiento moral, fue groseramente interpretado como el recuerdo de la fuerza usada por los primeros padres en el matrimonio, y se dio a las luchas de Rómulo con Tacio, y de romanos con sabinos, explicación y origen en el célebre rapto.
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