II
LA ETRURIA: CAÍDA DE VEYES
La serie de las conquistas itálicas de Roma comenzó en Etruria. Desde la época de la expulsión de los Tarquinos, había la Etruria adquirido progresivamente un grado de poderío y de esplendor, que ningún otro país de Italia alcanzara, y que la destinaba a ser el centro unificador de la península. Aliada de Cartago, Etruria compartía con la potente República africana el dominio del Tirreno y de sus grandes islas; y no había Estado italiano que pudiese infundirle respeto y poner límite a sus ambiciosos designios.
Un medio solo podía conjurar este peligro; y era que los Estados de la Gran Grecia, los más amenazados por la preponderancia etrusco-fenicia, salieran del aislamiento en que yacían, y asociaran sus fuerzas para la defensa de la común independencia. Y este medio se efectuó. Los pueblos griego-sicilianos opusieron a la alianza etrusco-fenicia su propia alianza, en la que Roma fue partícipe. Y el resultado colmó y superó las esperanzas; porque esta alianza greco-itálica, que naciera con objeto puramente defensivo, se halló bien pronto, por la fortuna de sus armas, capaz de tomar la ofensiva, viendo coronado con el debido premio su ardimiento y su firme voluntad de triunfo. Al mismo tiempo que los griegos de Oriente se preparaban a la gran lucha con la poderosa Persia, los griegos de Occidente, conducidos por el valeroso Gelón de Siracusa, derrotaban a la flota cartaginesa capitaneada por Amílcar, hijo de Magón, y obligaban a Cartago a romper la liga etrusca (1); siendo consecuencia inmediata de esta ruptura el fin del poder marítimo de Etruria. La victoria de Cumas, obtenida por Hierón, aliado de los romanos, sobre los etruscos, les quitó el dominio del Tirreno (280-474 antes de Jesucristo). Del Adriático los arrojó también el tirano Dionisio (348/387-406/367 antes de Jesucristo), el cual ocupó y colonizó las islas Lisso e Issa, y las ciudades marítimas de Ancona, Numana y Hatria (Atri).
Pero la ruptura de la liga etrusco-fenicia no basta a explicar el rápido hundimiento del poderío marítimo de Etruria; hay que sumar con esa causa los rudos trabajos que galos y romanos ofrecieron también en aquel tiempo al dominio etrusco en el continente. La crítica moderna ha evidenciado ya el anacronismo de la tradición, que fija la venida de los galos a Italia en la época de los Tarquinos. La invasión, como hemos de ver más adelante, tuvo efecto cerca de un siglo después de la abolición de la Monarquía en Roma (400 antes de Jesucristo, aproximadamente), coincidiendo con las grandes guerras de Etruria contra la liga greco-itálica y Roma misma. Y esto autoriza la inducción de que aquellas graves dificultades con que Etruria luchaba en el mediodía, decidieron el asalto de los galos por el Norte.
Entre Roma y la Etruria no habían nunca existido relaciones amistosas. Extranjeras la una a la otra por razones étnicas, ambas naciones eran rivales por su vecindad y por el consiguiente choque de sus opuestos intereses. El Tíber señalaba los confines de los dos Estados; Roma ocupaba la orilla izquierda y Veyes la derecha; y cada una de las ciudades tenía sobre la opuesta ribera una especie de propugnáculo, que era una amenaza constante para la otra. Roma tenía el Janículo; Veyes tenía a Fidenas; más o menos tarde, la guerra entre ellas era inevitable, porque esta guerra había de decidir cual de las dos rivales quedaba con el dominio exclusivo del Tíber inferior y su embocadura. Y, en efecto, Roma, apenas terminada la guerra regia, comenzó sus hostilidades contra Veyes. La primera campaña romano-veyense remonta al año 271-483 antes de Jesucristo; desde entonces alternaron guerras y treguas, hasta que, en 349-405 antes de Jesucristo, empezó la lucha decisiva. Para las anteriores había obtenido Veyes el auxilio de las ciudades confederadas de la Etruria, y con él la posibilidad de hacer frente a su enemigo y defender valerosamente su independencia; pero entonces aquellas ciudades empleaban sus fuerzas contra los galos, y Veyes tuvo que confiar su salvación a sus propias fuerzas; y sucumbió.
Apolo veyense
El sitio de Veyes, descrito por la tradición con tintas homéricas dio principio a la tercera guerra romano-veyense. La segunda, terminada con la destrucción de Fidenas (328-426 antes de Jesucristo), fue seguida de una tregua, que expiraba el año 348-406 antes de Jesucristo. Y no faltaron pretextos para renovar las hostilidades. Antiguas ofensas no satisfechas fueron de nuevo evocadas ante el Senado, para demostrar que Roma hacía la guerra en defensa de su derecho; guerra que debía ser decisiva, como lo demuestra la resolución por el Senado tomada de confiar al Estado la obligación de la paga de las tropas, haciéndola independiente del tributo y de la administración interna de las tribus, esto es, librando al soldado de dar con una mano lo que con otra recibía. Terminó, pues, esta ficción con el senadoconsulto del año 348, según el cual, el Estado tomaba a su cargo el pago del estipendio militar, cuyos fondos debían suministrar las décimas (vectigalia) del agro público, que ya se exigieron con cierto rigor. Y merced a esta importante novedad, Roma podía prolongar cuanto quisiera sus campañas guerreras. La República vino a ser un Estado esencialmente militar; en adelante, no se oirá a los tribunos poner su veto a las levas, porque el servicio de las armas no es ya un honor costoso, sino un oficio retribuído; en adelante, las más graves empresas se medirán solo por la importancia de las fuerzas enemigas, y no se detendrá ante ella el ardimiento de las legiones, ni ante ella se detendrá la política conquistadora del Senado.
Aunque la tradición hace durar diez años el cerco de Veyes, nada dice sobre los dos primeros; y solo al llegar al 351 (403 antes de Jesucristo) habla de una salida de los sitiados. esto demuestra que los autores del relato tradicional imitaron las narraciones homéricas sobre Troya, sin olvidar tampoco la intervención que en ellas tiene lo prodigioso. Pero esto demuestra también la grande importancia que la tradición romana atribuía a una conquista que dio a Roma el dominio de la Etruria.
El héroe de la empresa fue M. Furio Camilo, quien comparece en el teatro de la guerra el año 353 (401 antes de Jesucristo), como tribuno consular. Los tribunos consulares del año precedente, Manio Sergio y L Virginio, habían sido procesados y condenados respectivamente a una multa de 10.000 ases, porque el primero había dejado a los veyenses asaltar su campo, y el segundo, a pesar de su proximidad, no había ido a socorrerle. Camilo recobró el campo de los enemigos, y castigó a los capenatos y a los faliscios, por la ayuda que a los de Veyes prestaran, devastando su territorio.
Cinco años después, el mismo gran capitán vuelve a aparecer en escena con el grado de dictador, y su vuelta al mando del ejército resuelve, con la rendición de Veyes, la gran lucha. También esta vez viene Camilo a reparar los desastres de la precedente campaña. Los tribunos consulares Titinio y Genucio se habían dejado llevar a una emboscada de los capenatos y faliscios, y el segundo había expiado con heróica muerte su imprudencia. Camilo derrota en Nepete (Nepi) a los dos aliados, y prosigue el asedio con tal vigor, que antes de llegar al término de su dictadura, la ciudad fue conquistada. La construcción de una galería subterránea, que desde el campo de los sitiadores conducía al gran templo de Juno, decidió la caída de Veyes. La tradición añade a la construcción de la galería, la de la obra que dio por resultado el repentino desbordamiento del lago Albano (hoy pequeño lago de Castello); pero esta conexión de ambos recursos de guerra es imaginaria, porque no era posible que un trabajo tan colosal pudiera llevarse a cabo en pocos meses, sobre todo cuando las necesidades del sitio tenían ocupada a la mayor parte de la juventud romana. Quizá la idea de unir la enorme excavación del lecho del lago a la época del cerco, fue sugerida por el hecho de que esta obra recayó en beneficio de la plebe, cuyos bienes hallábanse en el perímetro inundado, y que apareció con ella premiada por el Senado por su valerosa constancia en el asedio. La tradición narra también otro hecho legendario: cuando los vencedores, cumplido el saqueo de Veyes, mandaron una diputación de caballeros al templo de Juno, para colocar en él la ofrenda o simulacro, éstos, según cuenta Livio, pidieron a la diosa que consintiese en ser trasladada a Roma; y la diosa hizo con la cabeza un gesto afirmativo. En esta leyenda píntase con negros colores la suerte que se reservó a la vencida ciudad, cuya independencia, y con ella su verdadera existencia, acabaron. Cuatro años más tarde, Camilo dedicaba a Juno Reina el templo del Aventino.
Con la era de las conquistas se abre, sin embargo, la del decaimiento de las costumbres; y el propio Camilo dio el primer ejemplo cuando, llamado el año 363 (391 antes de Jesucristo) por el tribuno L. Apuleyo a dar cuenta de la distribución del botín de Veyes, huyó al destierro antes del día señalado para el juicio; y fue condenado, en contumacia, por las tribus a una fuerte multa. ¡Pocos meses después, Roma no era más que un montón de ruinas!
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