domingo, octubre 09, 2005

II
ORIGEN DE ROMA
Pero no es verdaderamente sobre las risueñas alturas del monte Albano, ni en los verdes llanos que le rodean, donde tiene origen la importancia histórica del Lacio. Ya la poblaban, mucho tiempo hacía, sus primeras villas, cuando a la extremidad Noroeste de la región latina, sobre las alturas que acompañan el curso del Tíber, a la orilla izquierda de este y breve distancia del mar, llegaron a establecerse otros pueblos que debían ser los fundadores de la futura metrópoli del mundo. Los antiguos inmigrantes no habían podido fijarse en sus pantanos; y si por acaso alguna tribu lo hubiera accidentalmente ocupado, su atmósfera insalubre le habría hecho alejarse. De aquí el tardío origen de Roma. Una ciudad que no ofrecía a sus habitantes ni un suelo feraz, ni un aire puro, no podía ser asiento de un pueblo agrícola. Y solo cuando las ventajas de su posición geográfica fueron por los latinos notadas y apreciadas, volvieron estos de su antigua indiferencia y de su explicable descuido. El comercio marítimo no llega a ser objetivo de la actividad de un pueblo, sino con el período que podemos llamar reflexivo de su vida. Las conveniencias del cultivo terrestre se ofrecen desde luego a su comprensión; pero las del tráfico de mar no se le revelan con igual espontaneidad y prontitud. Necesita antes crearse las materias que han de ser objeto de sus transacciones; después necesita el conocimiento del arte náutico, sin el cual es impotente para navegar y para vencer el natural terror que la sola vista de las olas inspira a la infancia de su civilización.
Roma, pues, señala con su nacimiento una nueva fase en la vida civil del pueblo latino. Ya este ha obtenido de la agricultura las materias de su comercio; ya ha reconocido la importancia de una posición que domina el Tíber y al mar; y la conciencia de los bienes que podrá depararle su fijación en aquellas alturas, vence en él la repugnancia que de aquellos malsanos e infecundos lugares lo había alejado. Por esto dio a su nueva estancia el nombre de Roma (de rumm, popa), que quiere decir ciudad fluvial. Pero el Tíber no era el solo vehículo natural de sus riquezas, sino que era a la vez, desde la más remota edad, el confín entre el Lacio y sus vecinos. Una ciudad, por tanto, levantada sobre la izquierda orilla del río, era para el Lacio, a la vez que su emporio comercial, su baluarte estratégico respecto a la Etruria. Y que a estas relaciones comerciales y estratégicas deben referirse los orígenes de Roma, lo prueban, a la vez que su antiquísima correspondencia con Ceraea, emporio del comercio etrusco, y con la propia Cartago, la importancia dada por los romanos a los puentes sobre el Tíber, y hasta la galera que sirvió de insignia a la ciudad.
Y esta misión de Roma, ciertamente única, explica el hecho de aparecer siempre sola, sin formar parte de ninguna confederación latina, ni siquiera de la albana; y el porqué fue la primera que acuñó moneda y celebró pactos internacionales; y el porqué, al contrario de las otras ciudades, hizo de sí el centro de toda su población, desarrollando rápida y potentemente la vida del ciudadano.; y el porqué, en fin, de la extraordinaria importancia que adquirió en el Lacio, cuyo recuerdo nos ha llegado con el de la caída y destrucción de Alba Longa. Patente así la razón a que debiera Roma su existencia y sus rápidos progresos, poco importa saber si fue fundada por decreto de la confederación latina, o por acto voluntario y personal de un fundador, o por consecuencia del movimiento comercial de su región.


Estatua de Marte en bronce del Museo Etrusco del Vaticano

La tradición romana ignoró este génesis de la gran Ciudad. Antes de que el orgullo despertado en ella por su poderío, introdujese al troyano Eneas en sus orígenes, la fundación de Roma era explicada por aquel sencillo modo con que la antigüedad explicó la de todas las ciudades grecoitálicas: por un fundador epónimo. Por el mismo sistema era revelado entonces el origen de las naciones: si la fábula griega inventó el nombre de los héroes que lo dieron a pelasgos, helenos, dorios y jonios, la romana inventó a Sículo, Enotrio, Sabino y Latino, como progenitores de los pueblos que llevaron los suyos.

Una ciudad que se llamaba Roma debía, pues, en concepto de antigüedad, haber tenido por fundador a Romo, de progenie divina como el que más de los fundadores epónimos. Y esta es, sin duda, la más antigua tradición romana. La romúlea, la que inventa a Rómulo, dándole por hermano a Remo, y derivando a entrambos de la dinastía de los Silvios, que reinaba en Alba Longa y presumía provenir de Eneas, era también desconocida por completo a los antiguos. El propio poeta Ennio, que vivió en el siglo VI de Roma (239-169 antes de Jesucristo), no demuestra conocerla sino oscuramente cuando da a Ilia, madre de Rómulo, por padre a Eneas mismo. El hecho es, sin embargo, que la tradición de Rómulo, fuese o no hija del orgullo romano, adquirió incontestable y grande importancia. Estudiémosla en su origen, para ver por su estudio confirmada su falsedad.

La leyenda de Eneas tuvo diversos autores. Por una parte, concurrió a crearla aquella ocasión misma de la guerra troyana (que inventó el origen de muchas ciudades itálicas, como Túsculo y Padua, a las cuales se dió por fundadores Telégono y Antinor), esto es, la alta fama por aquella guerra adquirida en los poema de Homero, y la aparición del Occidente en el ciclo troyano con el relato de los viajes de Ulises. Por otra parte, sirvieron de auxiliares a esa leyenda, divulgándola, las numerosas colonias griegas de la Italia meridional, y entre llas la de Cuma, que era la más antigua y provenía directamente del Asia Menor. Y como todas aquellas colonias llegaron a ser otros tantos centros propagadores del culto de Venus Afrodita (Aienias), diosa de los navegantes, a quien la leyenda de Eneas está íntimamente unida, el oráculo de la sibila Cumana propagó a su vez los faustos vaticinios con que la religión de la dardánica Afrodita confortaba en su destierro a la descendencia del semidiós. La Ilíada alude a estos vaticinios, asegurando que la familia de aquel héroe está llamada a un nuevo y esplendoroso porvenir, y anunciando la perdición de la de Príamo. En la promesa, pues, de aquel futuro glorioso, descansa y nace la leyenda troyana de Roma.

Cuando Roma, ya señora de Italia, comenzó su gran lucha con la reina del Mediterráneo, Cartago, que debía abrirle el camino para dominar el mundo, su ya explicable altivez no podía resignarse a sus propios oscuros orígenes, faltos de todo monumento histórico que los iluminase, y de los que solo conservaba pobres e inciertos recuerdos. Una ciudad, un pueblo que había llegado a tan alto poder, quería estar orgulloso de su pasado como de su presente. En aquel tiempo, las proezas de Eneas corrían divulgadas por la Italia toda, y el nombre del hijo de Afrodita era venerado en los pueblos griegos como el de un héreo nacional. Llevábanlo ciudades e islas; de él estaban llenos los libros sibilinos que habían consignado los presagios de las venideras glorias reservadas a su familia. Estos libros, propiedad secular de Roma, fueron por ella venerados y guardados con especial custodia de sacerdotes. A sus páginas, a sus indelebles consejos acudía la República en sus peligros y calamidades, para guiarse en sus resoluciones. En ellos, en fin, buscaba la salvación de la patria. ¿Causará, pues, maravilla el ver a Roma, que guardaba estos oráculos como cosa preciosa y propia, acudir también a ellos para extraer de su depósito divino la materia con que debía rehacer la tradición originaria de la gran ciudad, que quería hacer digna de un pueblo a quien soberanos y naciones pagaban tributo de obediencia y vasallaje? ¿Por qué la luz que alumbraba la amenazada patria en el camino de su salvación, no había de poder esclarecer las misteriosas sombras de su origen? El oráculo había prometido a la descendencia de Eneas gran porvenir, y la grandeza por Roma adquirida era, sin duda, la realización de tal promesa. Troya cayó para siempre: Príamo, que había usupado su sitio al hijo de Venus, pagó con patria y familia la culpa de su ambición. Roma era la nueva Ilión, la tierra prometida al héroe despojado: en ella cumplían los dioses el glorioso ofrecimiento. La tradición romúlea aún no existía, puesto que, como hemos visto, el poeta hace a Rómulo sobrino de Eneas. El cómputo cronológico de las dos eras troyana y romana no estaba aún hecho. No había, pues, necesidad de llenar el vacío, que már tarde se advirtiera, entre la caída de Troya y la fundación de Roma. Pero ya el vate cantaba que aquella revivió en esta. (In Troja Roma revixsti)

Vemos asimismo en aquel tiempo elevado por la República a dogma nacional el origen troyano de Roma. Cuando, hacia el fin de la primera guerra púnica, los arcanios, en guerra con los etolios, pidieron la ayuda romana, el Senado se la acordó, declarando que lo hacía por acto de gratitud respecto a un pueblo entre cuyos antecesores habían estado los únicos griegos que no tomaron parte en la guerra contra Troya, madre patria de Roma. Desde este momento se hacen contínuas las demostraciones de benevolencia y protección dispensadas por Roma a su pretendida antecesora.

El Senado acepta también la amistad del rey Seleuco, con la condición de que haga a los troyanos libres de todo tributo, y Flaminio, después de haber declarado a su vez libres las ciudades de la Grecia, ofrece en nombre de los eneadios, esto es, de los romanos, donativos a los Dioscuros y a Apolo.

Roma, pues, había encontrdo orígenes dignos de su grandeza. Y así como la descendencia de Eneas fue creada para satisfacer el orgulloso anhelo de un pueblo conquistador, así más tarde fue esa misma tradición astutamente explotada por una familia romana, en provecho de su su propia usurpación. El sobrino de Eneas, Giulo, hijo de Ascanio, sirvió a Julio César para atribuir también a su estirpe procedencia divina, y para dar a su poder el caracter de reinvindicador de un derecho concedido por los dioses a su familia. Virgilio consagró su musa a esta ficción, y Roma expió al cabo, con su libertad perdida, la vanidad inventora de su fastuoso origen.

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