En tanto que los vencidos de Ecnomo se hallaban a la defensa de Cartago ante el Golfo, los cónsules desembarcaron al Oriente del cabo de Mercurio (cabo Bon), y se apoderaron de Clipea, donde establecieron su base de operaciones. Los indígenas los recibieron como a libertadores, lo que dio a los jefes tal confianza en el buen éxito de la empresa, que uno de ellos, Manlio, partió, dejando en África a Régulo con 40 naves, 15.000 infantes y 500 caballos. Pero aún más temeraria que esta partida de uno de los cónsules, fue la petición hecha por el otro a Cartago cuando ésta, aterrada por la caída de Túnez, le pidió la paz. Régulo exigió la cesión de Sicilia y Cerdeña; el pago de los gastos de la guerra y un tributo anual; el compromiso de no hacer paz ni guerra sin permiso de Roma; la devolución de los prisioneros sin rescate, y el rescate de los de Cartago; y, por fin, la renuncia a tener una armada propia. Pretendió, pues, Régulo que Cartago dejase de ser un Estado independiente, sin calcular las fuerzas de que aquella república podían aún disponer, y los prodigios que podría obrar un pueblo ofendido para salvar el honor y la independencia de su patria. Cayó entonces Cartago en el antagonismo de los partidos, y el pensamiento de todos se volvió hacia el propósito de crear una infantería que pudiese hacer frente a las legiones. Un estratégico espartano, llamado Jantipo, recibió el encargo de formarla e instruirla en los principios del arte bélico de Grecia. Y los efectos de esta reforma militar se manifestaron en el primer encuentro con Régulo, que fue derrotado y hecho prisionero pudiendo solo salvarse en Clipea 2.000 de sus soldados; así desmentía Cartago el juicio humillante que su enemigo había formado de sus fuerzas. Roma renunció entonces a toda nueva empresa africana, limitando sus aspiraciones a la conquista de Sicilia. Pero en África quedaban aún los salvados en Clipea, y para recogerlos se mandó la flota de 350 naves. Los cartagineses, creyendo que aquella flota iba a vengar la derrota de Régulo, intentaron cerrarle el paso en el cabo de Mercurio; mas la tentativa les acarreó un nuevo desastre; de 200 naves perdieron 114; y, a pesar de todo, Cartago tuvo que darse por contenta, porque los cónsules, fieles a su mandato, no cambiaron el objeto de su expedición, y embarcando a los soldados de Régulo, hicieron rumbo a Sicilia.
Pero les sobrevino un terrible desastre; una gran tempestad sorprendió a la flota en Pachino, y casi la destruyó toda; solo 80 naves se salvaron. Esto confirmó a Roma en su propósito de limitar sus operaciones de guerra a la empresa siciliana; y para reducir las ciudades marítimas de la isla, que habían quedado bajo el dominio de Cartago, puso por obra la reconstrucción de la armada, que se aumentó hasta 220 naves. Enérgica resolución que dio sus frutos; en 500 (354 antes de Jesucristo), Panormo (Palermo) fue tomada a los cartagineses, cuyo dominio en Sicilia se redujo en breve a las dos plazas furtes de Lilibea y Deprano (Trapani); progresos de la conquista romana, a que habían contribuído las disidencias renacidas en Cartago entre sus dos partidos, y que dieron lugar a la expulsión de Jantipo, y a su violento fin, si ha de creerse a Appiano.
En el año 503 (251 antes de Jesucristo), Cartago se movió al fin; una armada conducida por Asdrúbal apareció en las aguas de Panormo. Defendía la ciudad el cónsul L. Cecilio Metello. Asdrúbal cometió la imprudencia de acercarse a los muros, exponiendo los elefantes a las saetas de los arqueros, y se repitió en Panormo lo de Heraclea en la guerra contra Pirro; los elefantes asaeteados se arrojaron furiosos sobre sus propias gentes, llevando la confusión y ruina; y en medio de este desorden del campo enemigo, Metello lo asaltó y desbarató, apoderándose de muchos de aquellos brutos, que sirvieron a los romanos de nuevo y útil espectáculo en el Circo.
Este nuevo desastre desalentó a los cartagineses; el partido de la paz volvió a prevalecer en los consejos de la República, que mandó a Roma una legación para pedirla y tratar de negociar el cambio de los prisioneros (504-250 antes de Jesucristo). La tradición hace ir en esta legación al cautivo Atilio; y uno de los grandes poetas latinos, Horacio Flacco, sacó de este relato inspiración para una oda patriótica. La crítica, sin embargo, ha suscitado fundadas dudas sobre la veracidad de la tradición. El silencio que dos historiadores tan importantes como Polibio y Diodoro guardan respecto a ella, hace la duda legítima; y otros ejemplos análogos de la historia tradicional, dan lugar a creer que solo una ficción orgullosa inspiró tal relato, como inspiró los de Coclite y Scévola. Pero sea cual sea su veracidad, no deja de tener importancia histórica, puesto que nos pinta la grandeza y la abnegación del patriotismo romano, idealizadas en el acto magnánimo de Régulo.
No habiéndose entendido los negociadores, volvióse con nuevo vigor a la guerra. Roma destinó a la conquista de las fortalezas de Lilibea y Drepano, todavía en poder de Cartago, una flota de 300 naves y dos ejércitos consulares (504 de Roma). Pero la fuerte resistencia encontrada en Lilibea, cuya guarnición mandaba el valeroso Imilcon, les obligó a renunciar al asalto, y se limitaron a cercar la plaza.
Los sucesos del año inmediato demostraron lo inconveniente del cambio anual de los jefes del ejército en guerras lejanas. Los nuevos cónsules P. Claudio Pulcro, hijo del Cieco, y L. Giunio Pullo, ocasionaron a Roma con su impericia dos desastres que hubieran podido tener consecuencias irreparables si Cartago hubiese sabido aprovecharse de ellos. El primero de dichos cónsules, en una tentativa para sorprender a Deprano, se dejó atacar a retaguardia por el comandante de la plaza, Aderbal, que destruyó su flota, de cuyos 123 buques solo 30 pudieron salvarse. Al dejar su puesto, el Senado le condenó a pena capital por el acto sacrílego que cometió la víspera de la batalla haciendo arrojar al mar las aves sagradas, cuando le fue anunciado que se resistían a comer. "¡Que beban!", dijo a los augures. Además Pulcro había ofendido la dignidad de los magistrados romanos, cuando respondió a la invitación del Senado para nombrar un dictador, eligiendo a su copista Glicio. Un temporal ocurrido al tiempo que las centurias se reunían para deliberar, impidió el proceso; mas Pulcro no salió libre de toda pena, porque, citado ante las tribus, fue condenado a una multa de 120.000 ases.
El otro cónsul, Pullo, encargado de conducir de Siracusa a Lilibea un convoy de víveres para aprovisionar a los sitiadores, se dejó sorprender por Cartalón, lugarteniente de Aderbal, que le arrebató gran parte de lo que custodiaba. Otra tempestad completó el desastre; buques de guerra y flota fueron, en su mayor parte también, presa de las olas.
La calma que dura luego durante seis años en las operaciones militares, fue consecuencia del temor causado en Roma por los desastres del 505 (249 antes de Jesucristo). Mas por fortuna, en aquel tiempo los adversarios de la guerra habían vuelto a dominar en Cartago; y ésta hizo poco o nada para aprovecharse del desmayo de su rival, y se limitó a mandar gran golpe de mercenarios, capitaneados por Amílcar Barca, con objeto de molestar al enemigo con correrías y depredaciones, más bien que de arrojarlo de Sicilia. La guerra se convirtió, pues, en guerrilla y piratería. Amílcar Barca, padre del gran Aníbal y discípulo de Jantipo, perteneciente a la nobleza cartaginesa, no debió recibir muy satisfecho esta misión de corsario; la aceptó, sin embargo, y cumplió con generosa constancia, deseoso de abrirse el camino para otras empresas militares más dignas de su nombre y más útiles a la patria.
Durante tres años este montañés, situado con su banda en el monte Ercte (hoy Pellegrino), bajó incesantemente sobre Palermo y la costa, molestando incansable al enemigo y manteniendo a sus secuaces con las presas de sus excursiones. Al cuarto año trasladó su campo a Erice, para proteger a Drepano contra los daños que le causaba la guarnición del templo de Venus, sobre el monte del mismo nombre; la guerra, entonces, dice Polibio, pareció, por sus proporciones y procedimientos, más bien un pugilato de dos atletas que una lucha entre dos naciones.
Pero la paciencia de Roma se agotó al fin, sintiéndose humillada por una manera de combatir que hería el prestigio de las fuerzas romanas y la dignidad de la República. La resolución romada por la nobleza en el 511 (243 antes de Jesucristo) para construir a expensas propias una nueva flota, renunciando a toda indemnización si la empresa no prosperaba, apresuró el glorioso resultado. Jamás victoria alguna fue más dignamente obtenida que la que puso término a esta guerra. En las islas Egades volvió a triunfar el patriotismo de la gran nación. En el otoño del 511, el cónsul C. Lutacio Cátulo fue mandado con 200 quinquerremes a las aguas de Sicilia para intentar un golpe decisivo sobre Erice y Drepano, y librar batalla al enemigo si se presentaba. Se presentó en las islas islas Egades, y fue deshecho; 50 de sus naves fueron echadas a pique, y 70 cayeron en poder de los vencedores.
Este nuevo desastre dio el último golpe a las esperanzas de Cartago, y con la esperanza perdió el valor de proseguir una guerra que acumulaba tantos sacrificios sobre el país, sin compensación alguna. El propio general Amílcar aconsejó a su gobierno hacer la paz, y este consejo fue seguido con entusiasmo. Roma aprovechó el abatimiento de la rival vencida, para agravar las condiciones pactadas entre el cónsul Cátulo y Amílcar. En ellas se estipulaba el abandono de Sicilia por Cartago, y el pago de 2.200 talentos por indemnización de guerra: los comicios romanos aumentaron esta cifra en 1.000 talentos, y el gobierno cartaginés aceptó. En la paz fueron comprendidos los aliados de ambas repúblicas.
Así terminaba, después de veinte años de duración, la primera guerra púnica. Roma, aunque victoriosa, no sacó gran fruto de sus enseñanzas, y más tarde veremos las consecuencias de no haberlas meditado. Tocó prácticamente la insuficiencia de sus instituciones en el seno del creciente desarrollo de un Estado que, llegado a ser itálico, se hallaba en la alternativa de ser universal, o de sucumbir. Porque si la brevedad del mando supremo era una garantía para el régimen republicano, era también un grave obstáculo para el buen éxito de las empresas militares, que ya revestían tan grandes proporciones. El remedio de la prorogatio imperii no era siempre eficaz; la misma razón que había conservado inmutable la duración anual del poder consular, impidió que las prórrogas se concedieran con frecuencia; fueron, en rigor, una medida excepcional, cuando lo que se necesitaba era una reforma orgánica.
Visión idílica desde el monte Pellegrino, antiguo Ercte
Fortuna fue de Roma heber tenido que combatir contra un Estado que no era guerrero sino en cuanto convenía a sus intereses comerciales. En Cartago, el espíritu mercantil dominaba tanto a la ambición como al deseo de gloria; y esto la hacía carecer de los recursos morales que el patriotismo encierra, y que en ciertos momentos críticos pueden obrar prodigios levantando al heroísmo todo un pueblo. Y Roma poseía toda esta gran fuerza hasta un grado nunca visto en nación alguna.
La misma Atenas, que asombró al mundo en la guerra contra los persas, no solo se mostró incapaz de sumisión cuando se trató de hacer grande y poderosa a la Grecia, sino que prestó su propia mano para hacer pedazos la mísera patria, y entregarla como fácil presa al extranjero.
Roma no se olvidó, concluída la guerra, de sus aliados itálicos, que le habían dado tan alta prueba de fidelidad en el grave y largo conflicto. para premiarlos, concedió el voto a muchas ciudades que no lo tenían, e inscribió a los nuevos ciudadanos en dos tribus, la Velina y la Quirina, con las cuales subió a treinta y cinco el número de aquellas, que ya fue inalterable. La creación de estas tribus fue hecha en el año 513 (241 antes de Jesucristo), bajo la censura de C. Aurelio Cotta y M. Fabio Buteón. El censo de aquel año dio 260.000 capita civium, o sea cerca de 32.000 ciudadanos menos que en el año 489 (265 antes de Jesucristo). Esta diferencia nos da la medida del sacrificio de vidas humanas que había costado el dominio de la Sicilia.
Mosaico encontrado en Útica que representa a Diana
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