Con el advenimiento de Aníbal, la escena cambia; la política pacífica y conciliadora de Asdrúbal se abandona, y el nuevo estrépito de las armas anuncia a los celtíberos que a la cabeza del ejército cartaginés hay de nuevo un conquistador. Aníbal tenía entonces veintiseis años, la edad que tenía Napoleón Bonaparte cuando bajó a Italia. Animábalo un ardor guerrero que, al lado de su cuñado, y a pesar de tener el mando de la caballería, había tenido que contener. Vino a Hispania, todavía niño, con su padre, cuyo último suspiro recogió en el campo de batalla. Entonces no pudo ser, por su corta edad, elevado al mando, y le fue preferido Asdrúbal, marido de una hermana suya; y aunque los dos cuñados fuesen de bien distinta índole, reinó siempre entre ellos la mejor armonía. Aníbal demostró saber obedecer, cuando todavía no había llegado su tiempo de saber mandar.
La conquista del país de los olcades, al Norte de Cartago Nova, y la represión de la revuelta de los vaceos, al Occidente de la península, fueron sus dos primeras empresas. Después vino el súbito asedio de Sagunto. Para Aníbal fue oportunísima la provocación de aquella ciudad griega que, orgullosa de la protección romana, había llegado a ser un centro revolucionario donde se conspiraba contra la dominación de los Barcidios. Situada, entre Cartago Nova y el Ebro, en excelente sitio, sacaba de su misma posición ardor para sus arrogancias. El dominio cartaginés en Iberia no estaba seguro mientras Sagunto fuese libre. Aníbal resolvió asaltarla y tomarla.
El tratado de Asdrúbal con Roma (535-219 antes de Jesucristo) no podía ser un obstáculo para quien se había criado odiando a Roma, y siempre había abrigado el deseo de la revancha. Por esto Aníbal no quiso recibir siquiera a los enviados que en nombre de la República fueron a invitarle a respetar a Sagunto, y a quienes tampoco dieron la menor satisfacción los gobernantes de Cartago que, partidarios de Aníbal, aprobaron su proceder sin miedo al riesgo que el suyo pudiera ofrecerles.
Roma, sin embargo, no creyó que aquel gobierno fuese temerario hasta el punto de ocasionar la guerra, ni que Aníbal osase sumir en tal conflicto a su patria. Y en esta creencia distrajo su atención de las cosas de Hispania para volverla al Oriente, donde la rebelión de Demetrio amenazaba destruir los frutos de su empresa ilírica (535). Los hechos demostraron lo ilusorio de tal creencia. Mientras Roma castigaba al rebelde Demetrio y le hacía buscar asilo en Macedonia, Aníbal estrechaba a Sagunto, y después de un asedio de ocho meses la obligaba a rendirse a discreción. El sabio y previsor Senado fue víctima de grosera ilusión: urgía, pues, pensar en el remedio, y se empezó contemporizando; una comisión romana fue a Cartago a pedir satisfacción por el olvido del tratado, y la satisfacción pedida que consistía en que se le entregase Aníbal. Cartago habría podido responder que aquel tratado no llevaba la firma de su gobierno, y era un compromiso contraído entre Roma y Asdrúbal; pero aquella república sintió los deberes de su dignidad, como tal vez Roma no los hubiera sentido en igual caso, y se declaró solidaria de Aníbal; y cuando el orador de la legación romana, Marco Fabio, dijo que traía debajo de su toga la paz o la guerra, el Senado de Cartago respondió altivo que él mismo escogiese. Y así fue declarada la guerra.
Aníbal había logrado su objeto; la dirección de la nueva empresa no podía concederse a otro que a él; y él demostró como se podía combatir a la poderosa Roma hasta llevarla al borde del abismo.
Pirro había sucumbido porque las poblaciones grecoitálicas no le respondieron. Aníbal sabía que en Italia había otros pueblos que responderían a su llamamiento; y mientras Roma arma 220 naves y las manda con cuatro legiones, unas a Sicilia y otras a Hispania, para combatir aisladamente a Cartago y al ejército bárcido, Aníbal emprende su famosa bajada a Italia para establecer del lado acá de los Alpes su campo de batalla. Si también entonces salieron fallidos los cálculos del Senado, ¿cómo condenarle? ¿Quién hubiera osado creer que un general se dispusiera a sacrificar la mitad de su ejército para llevar el teatro de la guerra a Italia, a esta Italia que Roma había convertido por doquiera en ciudadela suya? Pero esta ciudadela tenía en su lado Norte una brecha formidable que abría el odio de los galos mantenido por la reciente servidumbre de su patria; y por aquella brecha entró Aníbal.
Antes de dejar la Hispania, Aníbal tomó medidas de precaución que asegurasen la tranquilidad del país en su ausencia. Mandó a África un cuerpo de soldados hispanos de 13.800 infantes y 1.200 caballeros, también indígenas, e hizo venir de allá un cuerpo igualmente fuerte de soldados libios, que puso a las órdenes de su hermano Asdrúbal; además se hizo dar rehenes por las principales ciudades, y los puso a seguro en la fortaleza de Sagunto.
Reunióse en Cartago Nova, la primavera de 536 (218 antes de Jesucristo), el ejército expedicionario, el cual constaba de 90.000 infantes y 12.000 caballos con 37 elefantes. Toda esta fuerza no estaba destinada a acompañarle más allá de los Alpes; dejó una parte con Annón, entre el Ebro y los Pirineos, para que guardase las barcas y tuviese en respeto a aquellas poblaciones que le habían recibido hostilmente e intentado cerrarle el paso. Y entre las pérdidas que sufrió para abrirse el camino de la gran cordillera, y la gente que dejó en las guarniciones de la península, y las numerosas licencias que tuvo que dar a enfermos y descontentos, cuando entró en el valle del Ródano su ejército se encontraba disminuído en casi una mitad (50.000 infantes y 9.000 caballos) En la Galia tuvo que vencer nuevos obstáculos, además de los del terreno; las poblaciones acogieron mal a la soldadesca extranjera, y Aníbal tuvo que usar la fuerza, cuando el oro no bastaba para aquietarlas. El paso del Ródano lo efectuó merced a una estratagema; mandó un cuerpo de caballería para atravesarlo a lo largo del cuerso superior, con orden de bajar luego por la orilla izquierda y tener ocupados a los galos mientras que el grueso del ejército pasaba el río a favor de la noche (por el moderno poblado de Roquemaure).
A este tiempo el cónsul P. Cornelio Escipión había llegado a Massilia con su armada. Allí supo que el enemigo, que iba a buscar en Hispania, había salvado los Pirineos y estaba atravesando el Ródano. Esta noticia lo desorientó; en vez de correr a Italia por la vía de Genua (Génova), para encontrarse junto al Po antes que Aníbal, y combatirlo antes que su ejército se repusiera de las fatigas del tránsito, dividió en dos partes sus tropas mandando la mayor a Hispania con su hermano Gneo, y llevó consigo la menor a Pisa, proponiéndose tomar el mando del ejército pretoriano y dar la batalla a las fuerzas del Aníbal.
Éste siguió su marcha, asegurado ya respecto al ejército consular. En la confluencia del Isera (pequeño río de los Alpes franceses) halló el país llamado Isla de los Alóbroges, en plena guerra civil, suscitada por dos hermanos que se disputaban su trono. Aníbal tomó el partido del mayor, le ganó una victoria y recibió de él en recompensa víveres y vestidos para sus soldados, y escolta segura para el camino. Todavía disputan los críticos la vía recorrida por Aníbal en el gran valle; la de San Bernardo, el Mon-Cenit y el Mon-Ginebra, son las que señalan los escritores modernos. Adviértase, sin embargo, que, según el acorde testimonio de los historiadores, Aníbal, al poner el pie en Italia, tocó primero el territorio de los Taurinios; y que Livio lo hace marchar, antes de empezar la ascensión, a lo largo del valle de la Durenza; fuerza es, pues, con estos datos, excluir la vía del San Bernado y la del Mon-Cenit y aceptar la del Mon-Ginebra.
Quince días duró la fatigosa marcha alpestre, nueve invertidos en el ascenso, seis en la bajada (Octubre 536-218 antes de Jesucristo). A las dificultades materiales se añadieron las hostilidades de los pueblos montañeses, y dos veces tuvo Aníbal que abrirse paso con las armas entre ellos. Cuando terminó la difícil travesía, contó sus tropas, y solo halló 20.000 infantes, 6.000 caballeros y siete elefantes; la marcha desde Hispania a Italia le había costado 33.000 hombres. El sacrificio era enorme, pero la recompensa fue adecuada a él. Aquel Escipión, que en el valle del Ródano le había dejado llegar libremente al pie de los Alpes, no solo le dejó ahora tiempo, con su lenta marcha de Etruria al Po, para restaurar sus fuerzas, sino para tomar la capital de los Taurinios, guardándose así la espalda. En la llanura que se extiende entre el Ticino y la Sesia, tuvo principio el gran duelo que debía decidir la suerte del mundo. Por un lado luchaban hispanos, libios y númidas; por el otro romanos e itálicos; y entre unos y otros había un pueblo que bramaba de ira contra Roma, pero que no fiaba bastante en Aníbal para abrazar su causa antes de verle sometido a la prueba. Y en efecto; en el Ticino Aníbal no tenía más que sus propios soldados; los galos habían quedado de espectadores. Escipión tenía las tropas traídas de Massilia y el ejército pretoriano, que acampaba en la Cisalpina. En realidad las fuerzas de una y otra parte se equilibraban; pero en la de Aníbal preponderaba la caballería, y ésta decidió la victoria. Escipión, herido, se retiró de la lucha con sus avanzadas, y refugióse en Placentia. Aníbal le dejó ir para no comprometer lo ganado. Entonces los galos comenzaron a acudir bajo sus banderas, y su ejército subió en breve a 38.000 hombres.
Este aumento de fuerzas le fue tan oportuno, cuanto que de allí a poco Aníbal se halló en presencia de un segundo ejército enemigo, más fuerte que el suyo. Había el jefe africano pasado el Po y apoderádose de Clastidium (moderna Casteggio), y desde allí había llegado a la orilla izquierda del Trebbia, cuando ya sobre la derecha estaban alineadas las legiones consulares. Aníbal debía ahora medir sus fuerzas con Tiberio Sempronio Graco, vuelto de Sicilia, desde donde, como hemos dicho, debió pasar a África. Ya había comenzado felizmente su expedición, haciendo caer en su poder la importante isla de Melita (Malta), cuyo comandante, Amílcar de Giscón, se le rindió con todo su presidio de 2.000 hombres, que fueron vendidos como esclavos, cuando recibió la orden del Senado para correr al Po con el ejército. Dejando, pues, Sempronio parte de sus naves al enviado Sexto Pomponio, y parte al pretor M. Emilio, dio suelta a sus soldados con orden de que se hallasen a los cuarenta días en Ariminum; y allí, en efecto, recompuso sus legiones y las condujo al campo de Escipión, uniéndose con ello los dos ejércitos consulares. Pero esta unión no libró a Roma de un nuevo desastre; Sempronio, ávido de gloria, desdeñó los prudentes consejos del colega, que todavía sufría de sus heridas, y se dejó arrastrar a la insidiosa red que el hábil bárcido le tendiera.
Mandó Aníbal, en efecto, más allá del Trebbia una columna de caballería númida para provocar al enemigo, con orden de retirarse apenas fuese perseguida. Con esta maniobra obtuvo que el adversario pasase el torrente, y viniera a presentarle batalla en condiciones peores que las suyas. Mientras los legionarios estaban cansados por las fatigas del paso del Trebbia, rígidos por el frío (era a mediados de Diciembre) y por añadiduras en ayunas, los cartagineses, por el contrario, estaban bien alimentados, y dispuestos de cuerpo y de ánimo. Como en el Ticino, en el Trebbia la caballería númida decidió la victoria; desplegándose y rebasando las alas del ejército enemigo, lo atacó por la retaguardia, al mismo tiempo que un cuerpo escogido de 2.000 hombres, puesto por Aníbal en acecho, salía de su escondite y embestía al centro. La deshecha de los romanos fue completa; de 40.000 hombres, solo 10.000 lograron salvarse y volver a Placentia.
La Galia Cisalpina, excepto las dos colonias de Placentia y Cremona, estaba perdida. Pero la guerra de Aníbal tenía para Roma un peligro mayor que el de las victorias del gran capitán; el dominio del mar. Cartago, libre por la llamada de Sempronio, mandó una flota a Cerdeña, para que desde allí hiciese rumbo a las costas de Etruria y secundase las operaciones de Aníbal. Roma, no obstante, previendo este golpe, había reunido su escuadra de 120 buques en la desembocadura del Tíber. La cartaginesa solo contaba 70. Alcanzada ésta por el enemigo, retrocedió a Cerdeña, y de allí a África. Así la guerra se mantuvo en sus primeras proporciones, y Aníbal, aunque victorioso, se halló aislado.
Este aislamiento fue mayor después de los grandes éxitos obtenidos por Gneo Escipión en Hispania. Ya hemos visto que el el cónsul Publio, al dejar a Massilia, mandó allí a su hermano Gneo con el grueso de su armada. Desembarcado éste en Emporia, de la que se apoderó, internóse por el país al Norte del Ebro, y aprovechando el odio de las poblaciones hacia los cartagineses, los indujo con largas promesas a unírsele. Annón, a quien Aníbal dejó guardando aquella comarca, comprendió tarde el peligro, y cuando intervino, halló una resistencia insuperable, y pagó con la derrota y la prisión su culpable inacción. Asdrúbal, entretanto, se había puesto en camino con 8.000 hombres para reforzar la defensa de Annón; mas sabiéndolo perdido, repasó el Ebro y tornó a sus posiciones. Aníbal quedó, pues, separado de su basa de operaciones, y su triunfo confiado únicamente a sus fuerzas y a su genio. Por algún tiempo pudo creer que aquellas y éste le bastarían; pero el desengaño se acercaba.
Las ruinas de la gran Cartago.
En Roma había empezado a dominar una confusión temerosa, que debía ser pronto verdadero terror. El Senado, sin embargo, conservó su sangre fría; y el espíritu firme, inconmovible de aquella asamblea, que no desespera nunca del porvenir de la patria, aunque la vea al borde del abismo, salvó ciertamente a Roma con mayor eficacia que los triunfos de Marcelo y de los Escipiones.
Las elecciones consulares del año 537 (217 antes de Jesucristo) volvieron al poder al popular Flaminio, que recibió el encargo de acampar en Arretium, para proteger a Etruria y vigilar las entradas del Apenino. Su colega Gemino fue mandado a Ariminum para cerrar el paso de la costa adriática. Aníbal cruzó el Apenino por la parte de la Liguria, atravesando el valle de Serchio. En las marismas tuvo grandes pérdidas; él mismo sufrió una oftalmía, y perdió un ojo. Su propósito era decidir a Flaminio a dar la batalla antes que el colega se viniese; contaba para ello con la vanidad del fogoso demagogo, y obtuvo más de lo que esperaba; porque, en efecto, mientras Aníbal, dejando a su izquierda a Cortona, avanzaba hacia el lago Trasimeno (de Perugia), Flaminio, sin aguardar al colega, que ya no podía tardar en aparecer, levantó el campo de Arretium y se dirigió al enemigo. En tanto Aníbal, llegado a la orilla del Trasimeno, había ocupado las colinas que lo separan del valle del Tíber, con numerosas fuerzas, y había acampado en la llanura que se extiende al Mediodía del lago. Flaminio, arrebatado por su ímpetu, atravesó incautamente los estrechos pasajes entre el lago y las colinas, ganoso de llegar al llano donde creía que estaba todo el ejército enemigo. Pero apenas su vanguardia tocó la llanura, Aníbal dio la señal de ataque, y las legiones se vieron envueltas por las tropas emboscadas en las alturas. Las brumas del lago que oscurecían el cielo vinieron a aumentar el terror de los romanos y a impedir que las legiones formasen en batalla. Así se explica aquella catástrofe; 15.000 romanos perecieron, ya en el campo, ya ahogados en el lago. Entre los primeros se contó al propio Flaminio. Al otro cónsul, Servilio, que acudió al fin en su ayuda, tocó también su parte de derrota; 4.000 de sus caballeros, que quisieron volver atrás al encontrar deshecho al ejército de Flaminio, fueron asaltados por un cuerpo enemigo de mayores fuerzas, batidos y hechos en su mayor parte prisioneros.
La noticia de la derrota del Trasimeno fue para los romanos como un rayo. Y aunque la ciudad nada temiese, por carecer el enemigo de máquinas e instrumentos de asedio, se tomaron medidas para prevenir una sorpresa, cortando los puentes y reforzando las murallas. La tenaz defensa de Espoletum, que rechazó bravamente los asaltos de Aníbal, los tranquilizó, e hizo al africano desistir de su marcha sobre Roma, si es que la tenía decidida. Volvióse, por el contrario, hacia el Piseno, para ponerse en comunicación con Cartago; y desde allí, prosiguiendo por la ribera del Adriático, cruzó las tierras de los marsios, pelignios, marucinios y frentanios, y entró en Apulia a esperar que los pueblos se alzasen a su favor y que los romanos viniesen a darle nueva batalla; pero ni los pueblos se movieron, ni la batalla se presentó en aquel año.
La experiencia de las dos primeras campañas de la guerra de Aníbal, no fue estéril para Roma. El Senado volvió a recurrir a la dictadura, caída en desuso hacía mucho tiempo; y estando un cónsul lejano y el otro muerto, se dio el nuevo ejemplo de crearse por los comicios populares el dictador con el título de prodictador. La elección recayó en Q. Fabio Máximo Verrucoso, hombre severo, ajeno a la popularidad y sincero amante del interés público. El plebeyo M. Minucio Rufo fue nombrado jefe de sus caballeros. Con Fabio entra la guerra en una nueva fase; en vez de buscar al enemigo para presentarle batalla, como habían hecho los cónsules anteriores, puso aquel especial cuidado en circunscribir cada vez más el campo de acción del ejército cartaginés, siguiendo sus movimientos desde sitios elevados, y atormentándolo con sus escaramuzas, hasta que lograse encerrarlo en el fondo de la península; de aquí el nombre de Cunctator que la historia le diera. Mas para que su plan se realizase, se necesitaba por parte de los romanos una abnegación de que no podía ser capaz un pueblo conquistador. Pronto comenzaron en el ejército las murmuraciones; y M. Minucio, que buscaba la popularidad tanto como la gloria, se valió de una temporal ausencia del dictador para romper su sistema de aplazamientos. Divisando en las tierras de Lavino un cuerpo de forrajeros cartagineses que estaban recogiendo las vituallas por allí esparcidas, cayó rápidamente sobre ellos y los puso en desbandada. Era un triunfo pequeño y momentáneo; y, sin embargo, levantó gran rumor en Roma, como si se tratase de una estrepitosa victoria. El tribunio M. Metilio, de la fracción de Flaminio, hizo entonces la inaudita proposición de que diesen a Minucio atribuciones iguales a las del prodictador; y las tribus la aprobaron.
Fabio se sometió noblemente al decreto popular, y cedió a Minucio el mando de un cuerpo de su ejército; mas procuró no perderlo de vista, a fin de evitar los posibles y graves daños de la doble jefatura; y en cierta ocasión, en que vio al colega llevado a una asechanza del enemigo, lo socorrió prestamente y lo salvó. Minucio, conmovido por tan generoso proceder, renunció a la prerrogativa que el plebiscito Metilio le confiriera, y volvió a la obediencia de Fabio.
Mas el pueblo no comprendió el valor verdadero del acto de Minucio, y siguió dominado por la sospecha de que el sistema de Fabio fuese un artificio de la nobleza para prolongar la guerra, y con ella su predominio. A este sentimiento respondieron las elecciones consulares para el año 538 (216 antes de Jesucristo), que dieron por resultado la elevación de C. Terencio Varrón, hijo de un carnicero, gran enemigo de los aristócratas y violento demagogo. Con gran trabajo consiguió el Senado darle por colega, como representante del patriciado, a L. Emilio Paolo, hombre prudente y sagaz, pero demasiado débil para refrenar las intemperancias de Varrón. Había dirigido en 535 (219 antes de Jesucristo) la guerra ilírica contra el rebelde Demetrio, obteniendo fama de capitán hábil. Pero, ¿qué garantía podía su habilidad ofrecer cuando le faltaba la libertad de acción y tenía que conpartir su jefatura con tal compañero?
Las fuerzas extraordinarias puestas a disposición de los nuevos cónsules demostraban que se había abandonado el sistema de Fabio. El nuevo ejército se componía de ocho legiones de 5.000 infantes y 300 caballos cada una, y de igual número de tropas aliadas; en total más de 80.000 soldados de a pie y 6.000 montados. Aníbal no podía oponerles más que 50.000 hombres; pero el nervio de estos estaba en la caballería, y ella fue la que decidió la suerte en la batalla de Cannas.
Entre Canusium (moderna Canosa) y Bardulos (moderna Barletta), a la derecha del Aufidio, se alzaba el castillo de Cannas, que dominaba todo el valle cannosino. Roma lo tenía como almacén de víveres; y Aníbal, que sentía ya dificultades para abastecer de lo necesario a su ejército, por guardar las costas la flota romana, se dirigió en la primavera del 538 (216 antes de Jesucristo) hacia aquel sitio para apoderarse del importante depósito. El ejército romano acudió tarde a salvarlo, y su aparición decidió que allí se diese la gran batalla, tan deseada por Varrón como temida por su colega. En vano este objetó la posición favorable tomada por el enemigo, que obligaba a las tropas de Roma a marchar cara al sol y a recibir de frente el viento y el polvo; Varrón nada vio, y perteneciéndole aquel día el mando supremo, dio la orden del combate (Junio del 538 de Roma).
Los dos ejércitos formaron el uno frente al otro en la orilla izquierda del Aufidio; los romanos apoyando su ala derecha en el torrente, y los cartagineses su izquierda. La caballería, como de costumbre, formaba en las dos alas, pero sin haberse equilibrado sus fuerzas; porque en la derecha que el torrente protegía, los romanos colocaron solo algunos caballos, reservándose el mayor número para la izquierda. Aníbal dispuso, por el contrario, la suya de opuesta manera, tanto para poder batir y dispersar más pronto la caballería romana, como para poder servirse de este arma contra la infantería enemiga; a cuyo intento dividió también su infantería en dos cuerpos, colocando los africanos, que eran su nervio, a los dos costados de su centro, y extendiendo éste, compuesto de hispanos y galos, en forma de ángulo, para impedir que el enemigo lo circuyera. Los jefes romanos, en vez de comprender el lado débil de esta situación, y atraer al enemigo entre las las alas de los veteranos de África, y encerrarlo allí hasta que la caballería llegase para desbaratarla, precipitaron el resultado contrario dando mayor densidad que extensión a su línea.
Si se exceptúa el estrago de los persas en Platea, no hay memoria en los anales militares del mundo, hasta hoy (Ca. 1890), de un desastre tan espantoso como el que los romanos sufrieron en Cannas. De 86.000 hombres no se salvaron, refugiándose en Canusium y en Venusia (Venosa), más de 4.000. Pasaron de 70.000 romanos los que murieron sobre el campo de batalla, y entre ellos el cónsul Emilio, los dos procónsules Servilio y Atilio, dos cuestores, 29 tribunos militares y 80 senadores; los restantes, en número de unos 10.000, fueron hechos prisioneros; de los cartagineses solo perecieron 6.000.
La conducta de Aníbal después de la jornada de Cannas, ha dado margen a graves discusiones entre los escritores sobre asuntos militares. Están divididos en dos escuelas; unos afirman que el gran capitán cometió un error inexcusable no cayendo inmediatamente después de Cannas sobre Roma; y apoyan su juicio con la autoridad del historiador Livio, el cual refiere que el comandante de la caballería cartaginesa, Maharbal, dio a Aníbal este consejo, asegurándole que al quinto día podría cenar en el Capitolio; y Livio añade que Aníbal se arrepintió más tarde de no haberlo hecho así; los otros, con más razón, a nuestro entender, justifican a Aníbal de no haber intentado aquella empresa.
Dejando aparte la jactancia de Maharbal, que recuerda otra de nuestros tiempos amargamente expiada, las dificultades de aquella empresa son bastantemente conocidas y claras para dar la razón a Aníbal en no haberla intentado. Con un ejército cuyo nervio era la caballería; careciendo de máquinas de sitio, de cuya falta se había hecho la triste experiencia en Placentia, en Espoletum, en Nola, en Cuma y en Casilino, hubiera sido verdadera demencia el comprometer con temerario intento, cuyo mal éxito no era dudoso, los espléndidos y fecundos resultados de lo que ya se había obtenido.
Aníbal, pues, no cambió, después de Cannas, su plan, que era el de abatir a Roma sublevando contra ella los pueblos de la península itálica, y coaligando en su daño las fuerzas de Occidente y Oriente para destruir el poder de la soberbia ciudad. Y por esto, cuando llegó a convencerse de que estas sublevaciones no bastaban para tamaño objeto, no vaciló en recurrir a su segundo medio. Y así la guerra de Aníbal vino a tener la novísima importancia de no ser un simple duelo entre las dos mayores repúblicas occidentales, sino una lucha universal.
Con Cartago, Aníbal había mantenido hasta entonces amigables relaciones; pero sea porque en los últimos tiempos los conservadores hubiesen vuelto a tener preponderancia en el gobierno; sea porque prevaleciese en los consejos de la República el principio de que los ejércitos de los Barcidios debían bastarse a sí mismos, ningún socorro, desde su llegada a Italia, había Aníbal recibido de su patria. Después de Cannas, las cosas cambiaron; no solo el gobierno cartaginés resolvió mandarle auxilios, sino interponer sus oficios para obtener otras alianzas. El nuevo rey de Siracusa, Jerónimo, sucesor, cuando apenas tenía quince años, de su abuelo Gerón, se lisonjeó de tener la Sicilia entera a su servicio, y deshizo la alianza romana para unirse al gran cartaginés. Filipo de Macedonia, influído por el traidor Demetrio de Faro, refugiado en su corte, aceptó también la alianza que Cartago le propuso, con la ilusión de obtener por ella el señorío de Apolonia, de Epidanno y la isla de Corcira, caídas en el vasallaje de Roma.
Pero si las alianzas extranjeras eran garantía para el porvenir, la rendición de Capua hacía renacer en Aníbal la esperanza de poder vencer a la potente Roma aun sin extranjero auxilio; y pasando a Apulia, donde solo pocas y pequeñas ciudades se le habían unido, al llegar a Campania y aparecer ante Capua, se le rindió ésta.
El antagonismo siempre vivo entre la nobleza y el pueblo, hecho mayor por el servilismo de aquella respecto a Roma, produjo la sumisión de la metrópli de Campania al jefe cartaginés. Aníbal recompensó a los de Capua restableciendo entre ellos el régimen republicano; pero les dejó un presidio con el doble encargo de defender la ciudad si fuese atacada, y de vigilar la conducta de sus habitantes.
Pero aquí concluyeron los éxitos felices del gran capitán: la ocupación de Capua señala el apogeo de su poder y de su fortuna; ahora empiezan sus reveses, cuya principal causa fue atribuída a la influencia deletérea de los ocios y placeres de aquella misma Capua en que Aníbal había establecido sus cuarteles de invierno. Nada, empero, más insensato que esta apreciación: basta examinar la condición en que se encontró Aníbal al año siguiente, para reconocer que fue un verdadero prodigio su estancia de trece años en Italia. En efecto: mientras en la península el movimiento insurreccional solo tuvo efecto en algunos lugares de Apulia, de Lucania, del Samnio y de la Campania, que no le ofrecieron sino bien pocos y pasajeros recursos, fuera de Italia se desvanecían las esperanzas de auxilios, tanto de su patria como de sus nuevos aliados. En Sicilia, el joven rey Jerónimo perecía víctima de una conjura palaciega (539-216 antes de Jesucristo), que sumió al país en la anarquía. El rey Filipo de Macedonia se halló detenido en Apolonia por el pretor M. Valerio Levino, mandado a aquellas aguas por el Senado apenas este tuvo noticias de su alianza con Cartago.
Por último, Cartago misma no pudo enviar a Aníbal sino el flaco auxilio de 4.000 caballeros y 40 elefantes; porque los mayores debió destinarlos a Hispania, cuyo dominio le importaba bastante más que la empresa itálica. Y esta disconformidad de apreciación respecto al valor comparativo de las dos empresas, hispánica e itálica, fue origen de cierta frialdad surgida entre Aníbal y su patria, a pesar de seguir prevaleciendo en el gobierno cartaginés el partido que le era favorable. El Senado de Cartago, cuando vio al poder romano inalterable a pesar de sus grandes desastres militares, perdió la fe en el éxito final de la empresa; y si hubiese esperado hacerse oir y obedecer de Aníbal, lo hubiera retirado de Italia y mandado a Hispania, cuyo dominio tenían en gran riesgo los triunfos de las armas de los Escipiones.
Tanit, la Astarté cartaginesa, cuyos profusos símbolos inundan las ruinas cartaginesas
Tal estado de cosas esclarece bastante la nueva fase en que al año después de Cannas entró la guerra de Aníbal, sin recurrir a la influencia de las célebres delicias. Podría censurarse la persistencia de Aníbal en proseguir una empresa que al año siguiente de su estrepitosa victoria podía mirar como desesperada; se le podrá reprochar que escuchase más a su vanidad que al interés de su patria, permaneciendo a toda costa en Italia, donde la inferioridad progresiva de sus fuerzas no le permitía hacerse ilusión alguna sobre el éxito final; pero atribuir éste a los ocios de Capua, es falsear la historia y arrojar sobre él y sobre su gente una vergüenza tan insensata como inmerecida.
Cierto es, sin embargo, que los auxilios exteriores no hubieran hecho tan prontamente estériles los resultados del triunfo de Cannas, si Roma no hubiera sabido sacar del patriotismo de su pueblo y de la energía de su gobierno los medios para reparar el enorme desastre. Apenas llegada la fatal nueva, los pocos senadores que había en Roma tomaron en sus manos la dirección de los asuntos. Era aquel uno de esos momentos supremos en que cada hombre ocupa naturalmente el puesto debido a su mérito. Callaron las pasiones de partido, que tanta parte tuvieron en la última calamidad, y todos se inspiraron únicamente en la salvación de la patria: se tomaron por unanimidad las más grandes providencias: para rehacer pronto el ejército se reclutaron los jóvenes de diez y siete años, y con ellos 8.000 esclavos y 6.000 presos por deudas, prometiendo a los primeros darles libertad después de la guerra, a lo que accedieron los propietarios, renunciando muchos a toda compensación: se prohibió conservar más de cierto valor en joyas, vajillas y dinero, y se fijó en treinta día la duración del luto por los muertos en la guerra: se puso un freno al lujo de las mujeres con la ley tribunicia Oppia; y las matronas cedieron al Estado parte de sus alhajas. El principal promovedor de estas sabias medidas era Q. Fabio; el cual, benemérito ya de la patria por la sensatez con que había dirigido sus campañas, se hizo ahora digno de la veneración general por las virtudes de que dio eficaz ejemplo en tanta angustia; y él fue quien aconsejó al Senado llamar al desgraciado Varrón y darle gracias por no haber desesperado de la República y haber reunido los restos del ejército.
Así, sobre el altar de la patria se inmolaban los viejos rencores, y el pueblo se reconciliaba con su gobierno. El Senado dio a Varrón el encargo de crear dos dictadores; el uno ordinario, rei gerundae causa; el otro extraordinario, Senatus legendi causa; y lo fueron M. Giunio Pera y M. Fabio Buteón; novedad que hizo preciso el enorme vacío dejado en la asamblea por la matanza de Cannas. Buteón cumplió con sabiduría su deber, estrechando la concordia entre gobierno y pueblo al abrir las puertas del Senado al elemento plebeyo, y dando en él asiento a todos los que habían desempeñado el tribunado, la edilidad y la cuestura. El número de senadores por él nombrados subió a 177.
El otro dictador, Giunio Pera, fue a la cabeza de 25.000 hombres a Campania, donde estaba Aníbal, y puso sitio a Teanum, para cubrir la línea del Liri y del Lacio. La fe en la patria era tan viva y poderosa, que el Senado rechazó la demanda hecha por Aníbal para el rescate de los prisioneros; y así se hacía ver al enemigo que no se le temía, y se enseñaba a los soldados que el camino del honor era vencer o morir.
Antes del primer aniversario de Cannas, el patriotismo romano había dado sus frutos y obtenido su recompensa. La tentativa de Aníbal para tener, ganando a Neapoli y Nola, un puerto de mar que lo comunicase con Cartago fue inútil; y en Nola sufrió una derrota que le ocasionó el pretor Claudio Marcelo, llamado por aquella ciudad, cuya liberación contuvo los malos efectos de la caída de Capua, con que Aníbal había contado. La política quiritaria fructificaba; la Campania estaba ya romanizada.
El año 539 (215 antes de Jesucristo) principió siniestramente para Roma. El pretor y cónsul L. Postumio Albino, que acampaba en la Galia Cisalpina con 25.000 hombres, cayó en una asechanza de los boios en la selva Litana, y allí perdió vida y ejército. Pero este desastre no tuvo consecuencias, porque los vencedores, ni fueron contra Roma, ni se aliaron con Aníbal; y en cambio fue bastante compensación la quietud forzosa en que Aníbal se mantuvo todo aquel mismo año.
Tres ejércitos lo estrechaban a la derecha del Volturno; junto a Teanum acampaba el cónsul Fabio Máximo (2); su colega Tiberio Sempronio Graco guardaba la costa, y particularmente Cumas y Neapoli; y entre Capua y Nola había el procónsul Marcelo construído un campo atrincherado, para tener en respeto a las fuerzas de Aníbal en el cercano monte Licate. Mas no obstante tal superioridad de elementos, los romanos no osaron dar batalla; la prudencia se imponía aún al ardimiento: bastante se había ganado con cerrar la serie de desastres. Otra inútil tentativa de Aníbal sobre Cumas y Neapoli le hizo al fin dejar desdeñoso aquella Campania que desde Capua había creído suya; y fue a invernar en la Apulia.
Esta retirada era una derrota moral, a que el patriotismo romano respondió imponiéndose con nuevos sacrificios. El año precedente se habían formado 12 legiones, en éste (540-214 antes de Jesucristo) se formaron 18, sin contar las que se mandaron a Hispania, y se dividieron en cuatro ejércitos; se aumentó la marina hasta el número de 150 buques, obligándose los ciudadanos ricos a pagar de uno a ocho remeros, según sus medios; los senadores pagaron ocho cada uno. Confirmóse a Fabio en el consulado, y se le dio por colega a Marcelo. Sempronio quedó de procónsul; fueron, pues, los jefes los mismos del año anterior. El joven Q. Fabio, hijo del cónsul, fue puesto a las órdenes de éste como pretor.
El Gran Aníbal
Los dos cónsules fueron a Campania con el mandato de estrechar a Capua; el procónsul Sempronio acampó en Benevento, para cortar la comunicación de Campania con Lucania y Apulia; el pretor Fabio se situó en Luceria, llave de la Apulia septentrional. Antes que los dos ejércitos consulares llegasen a la Campania, Aníbal había vuelto a ella con el objeto de dar un golpe sobre Puteoli (moderna Pozzuoli), rica plaza de mercado, y estación marítima de grande importancia; pero Puteoli, socorrida por la vecina Neapoli, rechazó el asalto, y la empresa fue abandonada. Suerte peor ocupó a Annón, lugarteniente de Aníbal, que avanzando sobre Benevento con 19.000 hombres, casi todos reclutados en el Brucio y Lucania, fue deshecho por Sempronio Graco hasta el punto de que apenas la décima parte de los suyos se libró.
No teniendo, en su virtud, la Campania que temer ya nada de Aníbal, el Senado resolvió dejar solo en ella un ejército consular, y mandar el otro, con Claudio Marcelo, a Sicilia, donde se preparaban grandes sucesos.
Ya hemos apuntado las alteraciones de que Siracusa fue teatro después de la muerte de Gerón; ellas fueron también preludio de mayores calamidades. La ciudad estaba dividida en dos facciones; la aristócrata, secuaz de la política de Gerón II, y por tanto, partidaria de Roma; la otra demócrata, enemiga de Roma y autora de la alianza con Cartago. Esto, respecto a la política exterior; en el interior, los aristócratas querían la república, que en sus manos no podía ser más que una oligarquía; los demócratas, por el contrario, eran monárquicos. Aquéllos, al anuncio del envío de Marcelo a la isla, como quiera que después del fin del violento rey Jerónimo quedasen dueños del gobierno, mandaron comisionados al cónsul prometiendo restablecer con Roma las relaciones que en tiempo de Gerón I existían. Mas el predominio aristocrático duró poco. Apenas llegó Marcelo a la isla, una revolución promovida en Siracusa por dos oficiales llamados Hipócrates y Epídices, volvió el poder al partido democrático, el cual volvió a su vez a la alianza cartaginesa. Marcelo recurrió entonces a la fuerza, esperando, con la ayuda de los aristócratas, asaltar la ciudad; pero habiéndolo intentado en vano, la puso en sitio. Vivía en aquel tiempo en Siracusa, llegado a la grave edad de setenta y cuatro años, el ilustre fundador de la estática y la mecánica, el grande Arquímedes, que, aunque viejo, conservaba un ánimo gallardo y un corazón lleno de amor patrio; y cuando vio amenazado por Roma el resto de independencia que desde Gerón I había quedado a su país, consagró su genio a su defensa, y ofreció al enemigo dificultades ciertamente inesperadas. De aquí la larga duración del sitio (aproximadamente ocho meses) y su gran celebridad. Entre los instrumentos inventados por Arquímedes, quedó memorable cierta máquina, a guisa de mano de hierro, que, unida a fuertes cadenas, se aferraba a la proa de la nave enemiga y la levantaba en el aire por virtud de un gran contrapeso; y después, soltando y dejándola caer repentinamente, la hacía sumergirse, o romperse contra los escollos.
La intervención de Cartago aumentó para Marcelo las dificultades de la empresa. El Senado cartaginés, que tan escaso interés tomó en la guerra de Aníbal, a quien dejó sin auxilio alguno importante, se interesó vivamente por los sucesos de Siracusa, de los cuales esperaba que le permitiesen poner pie firme en Sicilia; y resolvió enviar allá buen número de soldades y naves. Himilcón condujo 25.000 infantes y 3.000 caballos, y Bomílcar llevó a las aguas sicilianas 130 buques; el primero logró desembarcar en Heraclea Minoa, y ocupar otros lugares de la isla, entre ellos Agrigento; Bomílcar entró con sus naves en el gran puerto de Siracusa. No bastó, sin embargo, la intervención cartaginesa para impedir al fin el buen éxito de la empresa de Marcelo, aunque lo retardase. Merced a nuevos y eficaces refuerzos que recibió de Roma, pudo el cónsul hacer frente a siracusanos y cartagineses, hasta que una serie de hechos propicios le consiguieron hacerse dueño de la ciudad. Teniendo noticia de una fiesta de tres días que debía celebrarse en ella, mientras los ciudadanos estaban entregados al vino y al sueño, mandó 1.000 de sus soldados a escalar la muralla junto al puerto de Trigilo, sitio donde era más baja. Con este ardid, el cuartel alto del Epípolis cayó fácilmente en su poder; los dos cuarteles lindantes de Tiche y de Neapoli, sorprendidos por el enemigo, se rindieron, y la fortaleza de Eurialo, que coronaba el Epípolis, capituló; Marcelo era dueño de media ciudad.
Quedábale por conquistar la parte marítima, compuesta de la Acradina y de la isla Ortigia; y también la tomó por un afortunado accidente. Los calores estivales habían desarrollado una epidemia entre los soldados de Siracusa, de la que los generales Himilcón e Hipócrates fueron víctimas; y el ejército cartaginés, sin jefe, y aterrorizado por la mortandad, se disolvió. La flota misma abandonó sus posiciones; en vano Epícides conjuró al almirante Bomílcar a continuar la defensa; éste, al anuncio de la flota romana, hizo vela hacia Tarento; y entonces Epícides viendo lo desesperado de su causa, se retiró a Agrigento. La traición de un oficial hispano, llamado Merico, apresuró la catástrofe abriendo a los enemigos la puerta de la Acradina, y entonces la ciudad entera estuvo en poder de Marcelo. La mísera Siracusa, después de un larguísimo sitio, sufrió también los horrores de despiadado saqueo. Marcelo no se curó de reservar para Roma sino los tesoros del palacio, abandonando la villa a sus soldados. En el furor de aquel saqueo murió Arquímedes: los soldados le hallaron ocupados en hacer un dibujo geométrico; al verlos, el gran patriota les tendió y ofreció su cabeza, recomendándoles únicamente que respetasen su trabajo. Los admirables monumentos del arte griego, que adornaban los edificios públicos y los templos, y todos los objetos preciosos, fueron mandados a Roma con los tesoros del palacio Ortigia; y Roma inició en Siracusa la bárbara costumbre de adornarse con los despojos del vencido.
Dos años después de la toma de Siracusa, cayó también Agrigento. Annón la defendía con un nuevo ejército mandado por Cartago. Aníbal, aunque necesitado de socorros, había, sin embargo, pensado en Sicilia, y enviándole un oficial animoso, llamado Mutino, a la cabeza de un cuerpo de tránsfugas. Esperaba que éste podría sublevar la isla entera contra Roma y obligaría así a su formidable enemigo a ocupar también sus fuerzas del lado allá del estrecho; vano propósito: Mutino, contrariado por la celosa rivalidad de Annón, nada pudo hacer, y acabó por verse despojado del mando; y en venganza de este ultraje, abrió al cónsul M. Valerio Levino (mandado a la isla en sustitución de Marcelo con 100 naves y cuatro legiones) las puertas de Agrigento, obteniendo, en premio de su traición, la ciudadanía romana. Annón tuvo apenas tiempo para salvarse, con la fuga, en una pequeña nave, donde volvió a Cartago. La mísera Agrigento fue tratada más despiadadamente aún que Siracusa; la guarnición cartaginesa pasada a cuchillo, la población puesta en esclavitud y la ciudad despojada de sus tesoros. El Senado tuvo que mandar a la despoblada isla una colonia que la protegiese contra las invasiones futuras (544-210 antes de Jesucristo). La caída de Agrigento trajo consigo la de las ciudades rebeldes; y antes de concluir el mando de Levino, la Sicilia estaba pacificada.
Los sucesos de la guerra siciliana se reflejaron en Italia. Mientras duró la resistencia de Siracusa, mantúvose Roma respecto de Aníbal a la defensiva; continuó organizando sus tropas, y en el año 541 (213 antes de Jesucristo) subió a 23 el número de las legiones. Este gran aparato militar, más que temor al jefe africano, sirvió para infundir respeto a los pueblos aliados. Tarento, sin embargo, no se preocupó. Dos años hacía que Aníbal trabajaba para poner de su parte esta importante ciudad; un acto de feroz crueldad, cometido por Roma con los rehenes tarentinos, que, sorprendidos en Terracina mientras huían, fueron flagelados y arrojados por la roca Tarpeya, decidió la rebelión; las puertas de la ciudad se abrieron a Aníbal, y la guarnición romana tuvo que refugiarse en la fortaleza (542-212 antes de Jesucristo).
Mas la adquisición de Tarento fue tan efímera como la de Capua. Al año siguiente de la toma de Siracusa, Capua volvió al poder de Roma (543-211 antes de Jesucristo); redujéronla seis legiones mandadas por los cónsules Gneo Fulvo Flacco y Appio Claudio Pulcro, y por el pretor C. Claudio Nerón. Aníbal había confiado su defensa a sus lugartenientes Bostar y Annón, los cuales, viendo que no podían resistir a tales fuerzas, llamaron en su socorro al mismo jefe cartaginés. De mal grado acudió éste al llamamiento. Después de acampar algunos días con su caballería en las inmediaciones de la ciudad, retando en vano al enemigo, recurrió al ardid de hacer un movimiento contra Roma, para forzar a los cónsules a levantar el sitio. El grito de Hannibal ante portas, convertido en frase proverbial, quedó para testimonio del terror que infundió al pueblo romano el anuncio de la aparición de Aníbal. Al principio creyóse en Roma que el ejército consular había sido deshecho; pero al saberse la verdad, rehiciéronse los ánimos y todos se aprestaron a la defensa. El Senado, como en otros momentos difíciles, demostró en aquel suma sensatez y fortaleza admirable: confió la dirección de las operaciones a los antiguos magistrados, que distribuyó entre los barrios de la ciudad; y cuando creyó bien guardados todos los sitios, declaró, para aumentar la confianza pública, en venta los terrenos en que el enemigo acampaba; de este modo los romanos debían creer que la ciudad era mucho más fuerte que el peligro; y el mismo Aníbal no tardó en creerlo también, y se retiró. En su retirada sorprendió al cónsul Fulvio, que lo perseguía, marchando repentinamente contra él, y derrotándole. Pero esta victoria en nada alteró la marcha de la guerra, ni retardó un solo día la toma de Capua, que pagó bien duramente su rebelión: 27 senadores, comprometidos principalmente en la defección, se dieron muerte envenenándose en un banquete fúnebre; los otros miembros del Senado, en número de 53, fueron condenados por Fulvio al suplicio. El Senado de Roma quiso que fuesen juzgados en la metrópoli, y lo escribió así al cónsul; pero éste, temiendo que el proceso arrojase revelaciones que comprometiesen a algunas ciudades latinas, no abrió el pliego senatorial hasta que las víctimas fueron inmoladas; prudencia que le dio su fruto.
Apolo, del Museo Campano de Capua
Por primera vez el Senado se hizo conferir plebiscitariamente (plebiscitum Atilium) la facultad de decidir la suerte de Capua, y lo hizo borrando a la mísera del número de las ciudades romanas, y dispersando a la población. Caùa quedó, como dice Livio, un sepulcrum ac monumentum Campani populi, un receptaculum aratorum, un locus condendis fructibus. No quedaron en ella más que los mercaderes y operarios forasteros; y no solo su campiña, sino también sus mismas casas, pasaron a ser propiedad del estado. Desde la ejecución del senadoconsulto que decidió su suerte, Capua estuvo en la precaria condición de provincia, y bajo el mando de los magistrados con imperio; solo desde el año 560 (194 antes de Jesucristo) vemos cesar esta situación, y pasar la ciudad, como las otras de la Campania y las colonias romanas fundadas en su región (Volturnum, Liternum y Puteoli), a la jurisdicción de los quattuorviri juri dicundo.
Dos años después que Capua, volvió también Tarento a la potestad de Roma. Este empresa fue encomendada al viejo cónsul Fabio Máximo. Mientras el procónsul Marcelo conseguía la retirada de Aníbal de Canusium, desde donde podía impedir la marcha de Fabio; y mientras parte de la guarnición romana de Reggio obligaba al jefe cartaginés a venir en socorro de la amenazada ciudad, Fabio llegaba felizmente a Tarento, y entraba en ella merced a la traición del comandante de sus tropas, que era originario del Brucio. Aníbal llegó tarde para impedirlo: la traición se la había dado, y la traición se la quitaba. Tarento fue también, como Siracusa, despojada de sus tesoros; pero le fueron dejados sus númenes. Fue una concesión aconsejada por la razón política; porque, aunque restablecido el predominio de la República en el extremo Mediodía de la península, el enemigo conservaba aún bastante fuerza para reaccionar; y de todos modos el Sur cesaba, con la caída de Tarento, de ser el teatro principal de la lucha, y ya la República podía dirigir su atención toda a la península pirenáica, donde la guerra tuvo su principio y debía tener su solución.
Ya hemos hablado de los triunfos conseguidos por Gneo Cornelio Escipión en Hispania. Después de la llegada del cónsul Publio, su hermano, con importantes refuerzos, la conquista prosiguió con más desembarazo. En 540 (214 antes de Jesucristo) los dos Escipiones ganaron a Sagunto, y la reconstruyeron de planta. Cartago resolvió entonces mandar a Hispania gran número de tropas que contuviesen los progresos de las armas romanas; y en vista de la inferioridad de los sutos, los Escipiones tomaron a sueldo 20.000 celtíberos; pero seducidos éstos por el oro cartaginés, abandonaron en el momento de la acción las banderas de Roma. Los dos hermanos murieron sobre el campo de batalla, y su ejército fue casi destruído (543-211 antes de Jesucristo).
Esta catástrofe no varió gran cosa la situación de Hispania, merced, por un lado, a la incapacidad del jefe cartaginés, Asdrúbal, y por el otro al rápido envío de nuevas tropas romanas a la península; y, sobre todo, al genio del joven Publio Escipión. Los restos de los ejércitos consulares fueron recogidos por el valiente L. Marcio, quien supo protegerlos hasta la llegada del propretor C. Claudio Nerón con un cuerpo del ejército de Capua, fuerte de 13.000 hombres. Pero este capitán demostró bien pronto su insuficiencia: después de haber sorprendido en una estrechura al ejército de Asdrúbal (entre Iliturgis y Mentisa, de Andalucía), se dejó entretener por engañosas tentativas de negociación, y permitió escapas al enemigo.
Después de esta gran falta, Nerón no podía ser confirmado en el mando, cuando el término de éste llegase. Pero ¿a quién darlo? Roma no carecía entonces de estratégicos insignes; basta recordar a Fabio y a Marcelo. Existía, empero, en la ciudad un joven que llamaba grandemente sobre sí la atención pública: era Publio Escipión, hijo del procónsul del mismo nombre, que después de combatir siete años con su hermano en Hispania, había perecido en la traición de los celtíberos; y tratándose de aquella guerra, su nombre solo era una gran recomendación en su favor. Aunque solo contaba entonces con veinticuatro años, había ya hecho hablar de sí a más de un veterano: en el Ticino, seis años antes, había salvado la vida a su padre: en Cannas, donde se halló como tribuno militar, había, espada en mano, hecho renunciar a los jóvenes nobles de Roma, desesperanzados por aquel estrago, a su propósito de dejar la Italia y buscar en otra parte una nueva patria; y el pueblo, que recordaba con placer estos hechos, admiraba también en su autor un gran sentimiento religioso, de que Publio, para sus fines políticos, se complacía en dar públicas muestras, pasando con frecuencia horas enteras en el templo de Júpiter Capitolino, absorto en sus plegarias y meditaciones. Hasta entonces Publio no pudo desempeñar otros cargos que los de tribuno militar y edil: la edad le había impedido ejercer oficios con Imperio. Pasóse, sin embargo, sobre esta dificultad, que en otro tiempo hubiera sido insuperable, y el Senado lo hizo elegir procónsul por las tribus (543 de Roma).
El nuevo procónsul, con 10.000 infantes y 1.000 caballos, y en una flota de 30 quinquerremes mandada por su amigo C. Lelio, zarpó al año siguiente de Ostia para Hispania. Acompañábalo en calidad de consultor o consejero el propretor M. Giunio Silano. Desembarcado en Emporia, colonia de Massilia, fue a invernar en Tarraco (moderna Tarragona), donde hizo venir a Nerón con sus fuerzas; y aprovechándose de la división que reinaba entre las del enemigo, por la rivalidad de los tres generales cartagineses, Giscón, Asdrúbal Barca y Magón, concibió secretamente el propósito de empezar en la próxima primavera sus operaciones con el asalto de Cartago Nova.
Esta ciudad, fundada en el año 526 (228 antes de Jesucristo) por Asdrúbal, sucesor de Amílcar, para que sirviese a un tiempo de base a la conquista de la península y de depósito de municiones de guerra, se alzaba en un estrecho promontorio, y estaba unida por el Norte al continente por un istmo guarnecido de altas murallas. Tenía tamién un magnífico puerto inmejorable; y los cartagineses custdiaban en ella los rehenes que obtenían de las ciudades de Hispania: defendíala un presidio de 1.000 hombres, y tan lejos estaban sus generales de temer el asalto de aquella gran fortaleza, que habían fijado sus nuevos campamentos a una distancia mínima de diez jornadas.
Lelio solo conocía el secreto plan de Publio, y flota y ejército, partiendo al mismo tiempo de la región del Ebro, llegaron a la vez ante Cartago Nova, y la pusieron en sitio. Neptuno se les mostró favorable con una marea baja que, poniendo en seco gran trecho del puerto, facilitó a los romanos la escalada de los muros, que por allí eran más bajos, y el sorprender a la ciudad mientras su guarnición y sus habitantes se ocupaban de la defensa por la parte de tierra. Bastó un día para la conquista de la gran plaza, y hasta el castillo en que Magón se refugiara con algunas tropas se rindió a poco.
Inestimables fueron las ventajas de la inesperada conquista: además de las ingentes presas de naves, armas, víveres y dinero (600 talentos), puso en manos del vencedor los numerosos rehenes de la Hispania meridional. Escipión dio libertad a todos ellos, y con este acto generoso demostró a los hispanos que la República no hacía la guerra más que a Cartago, y que para ellos quería ser protectora y no tirana. Entonces se vieron tribus enteras alzarse contra el dominio cartaginés, y dos de sus jefes pasaron con sus gentes al campo de Escipión. Éste, utilizando el entusiasmo que había sabido inspirar, marchó en busca de Asdrúbal Barca, que mandaba el principal ejército; y hallándolo en Becula, a orillas del Betis, lo puso en plena derrota matándole 8.000 hombres y haciendo 10.000 prisioneros.
Los generales cartagineses renunciaron, ante estos desastres, a continuar juntos la guerra contra Escipión, y acordaron mandar a Italia a Asdrúbal Barca en socorro de su hermano Aníbal, y confiar al otro Asdrúbal la defensa de Hispania; el tercer general, Magón, fue enviado a las islas Baleares para reclutar nuevas milicias. Tras diez años de campaña en Italia, el socorro de Cartago, tantas veces esperado en vano, debía al fin ser recibido por Aníbal. Su hermano venía oportunamente: dos cónsules, uno de ellos el gran Marcelo, habían caído en una emboscada en Apulia, y perecido en ella (546-208 antes de Jesucristo); otra emboscada había costado la vida a 2.000 legionarios que iban de Tarento a Locri; y a la par que estas tristes noticias del Mediodía, recibía Roma del Norte la de que Asdrúbal, llegado a la Galia Transalpina, recogía allí gran número de mercenarios, y se preparaba a bajar a Italia para auxiliar a su hermano.
Pero la gran República estaba ya acostumbrada a más duras pruebas para que esta noticia la conmoviese. Volvieron a aumentarse las legiones hasta 23; de las cuales 15 debían operar en Italia, las otras en Hispania; y fueron llamados al consulado C. Claudio Nerón y M. Livio. Éste último había sido cónsul en 535 (219 antes de Jesucristo), y dirigido felizmente la segunda guerra ilírica; después se había retirado de la vida pública, a consecuencia de una injusta condena que las tribus le impusieron (acusándole de mal reparto de presas), y solo algunos años después volvió a ser admitido en el Senado. La fama de su pericia militar y firmeza de caracter lo designó para la dirección de la guerra con Aníbal en aquellas graves circunstancias; tanto más, cuanto que su colega, cuyos malos éxitos en Hispania no se olvidaban, no podía inspirar igual confianza. Tomó, pues, Livio la parte más difícil de la empresa, que era la de combatir a Asdrúbal, mientras su compañero entretenía a Aníbal en el Mediodía. Al final de la primavera del año 547 (207 antes de Jesucristo), Asdrúbal dejó su campo de la Galia Transalpina, dirigiéndose al pasaje de los Alpes. El número de sus fuerzas no es bien conocido; Appiano las hace subir a 56.000 hombres. Lo que sabemos con certeza es que el mayor contingente de aquel ejército se componía de galos y ligurios; y ésta fue acaso la razón que indujo a Livio a dar la batalla en la Italia Central y no en la Galia Cisalpina. Por esto Asdrúbal pudo pasar el Po sin obstáculo; y después de una vana tentativa sobre Placentia, avanzó hacia el Adriático por las vías Emilia y Flaminia. Esperaba unirse a su hermano en la Umbría, y le mandó mensajeros para anunciarle el camino que iba a seguir; pero sus cartas fueron interceptadas por el cónsul Claudio Nerón, el cual escribió inmediatamente al Senado para que mandase las dos legiones de reserva a defender el paso de Narnia; y en seguida tomó una resolución habilísima, que desmintió su anterior ineptitud; dejando el grueso de su ejército a la vista de Aníbal, que había vuelto a su campo de Canusium, donde esperaba inútilmente nuevas de su hermano, se puso Nerón en marcha con un cuerpo de tropas escogidas para ir a reunirse con su colega en Senigallia. Y su pensamiento se realizó: en vez de la unión de los ejércitos enemigos, se efectuó la de los consulares para combatir contra Asdrúbal solo, mientras Aníbal permanecía en forzosa inacción. Cuando Nerón llegó al campo de Livio, Asdrúbal había pasado ya el Metauro, acampando en fuerte paraje cerca de su embocadura; y al saber la llegada del otro cónsul, creyó que con él venía el ejército, después de haber derrotado a su hermano. Este engaño le fue funesto; pues resuelto a no dar batalla, levantó repentinamente su campo, y se dispuso a repasar el Metauro y refugiarse en la Cisalpina; mas, abandonado traidoramente por los guías, fue alcanzado por el enemigo mientras corría a la ventura buscando un sitio para vadear el río, y obligado a aceptar el combate. Entonces, y al ver su situación desesperada, se lanzó a caballo entre las filas romanas, y expió con una muerte heróica su infelicísima expedición. Las tradiciones de Roma, que quisieron convertir la jornada del Metauro en una revancha de la de Cannas, exgaeraron grandemente las pérdidas del enemigo; Livio las hace llegar a 56.000 hombres y 5.400 prisioneros; Polibio reduce aquellos a 10.000, más verosímilmente.
Al saber la derrota de su hermano, dijo Aníbal tristemente que reconocía en ello la mala suerte de su patria. No quiso, sin embargo, dejar la Italia, como no lo había querido en otras tristes ocasiones; y retirándose al límite extremo del Brucio (Calabria Ulterior), mantúvose allí todavía durante cuatro años defendiéndose en montes y bosques contra las persecuciones del enemigo, y buscando el consuelo de sus presentes afanes en los recuerdos de las grandes cosas cumplidas; y en aquellos últimos años fue cuando erigió un altar a Juno Lacinia, con una inscripción griega y púnica de sus empresas (3).
Las ruinas del templo de Juno o Hera Lacinia, en donde Aníbal pasó sus últimos años en Italia
Pero no era en Italia donde la gran lucha debía decidirse; la catástrofe había de terminarse en otra parte, y a ello contribuyó en primer término la política del Senado cartaginés que, abandonando por completo a Aníbal, dedicó todos sus esfuerzos a recuperar la Hispania. Cuando Asdrúbal se disponía a pasar los Alpes, llegaba a Hispania un nuevo ejército mandado por Annón, que aumentó en breve el reclutamiento hecho por Magón en las Baleares. Tomó, pues, Annón de nuevo la ofensiva; pero Escipión no le dio tiempo, y antes de que pudiera unirse con Asdrúbal de Giscón, el pretor M. Silano le presentó batalla. Annón dividió sus fuerzas en dos campos separados, uno de celtíberos y otro de africanos; y Silano utilizó esta separación atacando y desbaratando a los celtíberos antes de que fuesen socorridos. El mismo Annón cayó prisionero.
Quedaba Asdrúbal de Giscón, a quien Magón se uniera con los restos del ejército de Annón; entre éstos y sus tropas reunían 70.000 infantes y 4.000 caballos. Pero su esperanza duró también poco; junto a aquella misma Becula, tan fatal para Cartago, Asdrúbal fue igualmente derrotado por Escipión. Con acertada maniobra mudó éste, al tiempo de venir a las manos, el frente de su ejército, llevando los legionarios a entrambas alas y los hispanos al centro, con objeto de hacer luchar los mejores de sus soldados contra los peores del enemigo; y sucedió, en efecto, que los reclutas hispanos de Asdrúbal huyeron al primer asalto y arrojaron a los africanos de su centro antes que las legiones cayesen sobre ellos. Un huracán impidió a los vencedores perseguirlos; pero habiendo Escipión cortádoles la retirada a Gades e impedido el paso del Betis, les obligó a atrincherarse en una altura de la costa, donde los bloqueó primero y los deshizo después. Asdrúbal y Magón, con poquísimos restos de sus fuerzas, se refugiaron a duras penas en Gades (548-206 antes de Jesucristo).
Sobre los dos teatros de la guerra, Italia e Hispania, la fortuna de Roma brilló, pues, triunfante; de las dos penínsulas no quedaba al enemigo más que un corto refugio en el extremo Mediodía; y aun antes de que expirase el año 548, Gades era también del vencedor.
No es dudoso que si en tales circunstancias se hubiera ofrecido a Cartago una paz honrosa, la hubiera aceptado renunciando al dominio de Hispania; y Aníbal, en la mala situación en que se hallaba, no hubiera osado oponerse, ni declararse rebelde a su patria. La aristocracia romana, cansada de la larguísima lucha, sentía esta disposición pacífica; pero había un hombre que quería seguir la guerra a toda costa y dictar a Cartago las condiciones de paz dentro de sus propios muros; y este hombre era entonces más fuerte que las instituciones republicanas y el Senado; y este hombre era Escipión, ante el cual se doblegaron todas las resistencias. Ya meditaba él, antes de dejar a Hispania, la expedición africana, a cuyo efecto habíase asegurado la alianza de los dos reyes de la Numidia; y cuando volvió a Roma vencedor de Asdrúbal y de Magón, su resolución era irrevocable. Si el Senado se le hubiese opuesto, habría recurrido al pueblo y obtenido su asentimiento por un plebiscito. Un hombre que venía a ofrecer a la patria una gran provincia y 15.000 libras de plata al Tesoro público; un hombre que había destruído la obra de Amílcar y Aníbal Barca, sabía bien que contaba con el popular favor. El Senado le negará los honores triunfales bajo pretexto de que no tenía dignidad consular; pero no podrá negarle el cumplimiento de su promesa a Júpiter Capitolino, ofreciéndole una gran hecatombre. Nunca había visto Roma acudir tanta gente dentro de sus muros, llamada por la admiración que el joven héroe inspiraba; nunca los comicios consulares, nunca las centurias se habían visto en la plenitud con que procedieron a la elección unánime de Escipión. El Senado acabó de comprender que era torpeza inútil resistir a aquel hombre, y transigió con él conviniendo en que su colega Licinio Crasso iría al Brucio contra Aníbal, y Escipión a Sicilia con facultad de hacer una expedición a África al frente de las tropas de la isla y de los voluntarios que recogiese en ella; dándole además autorización para recibir de los aliados medios y auxilios que contribuyesen a la dotación de nuevos buques. Como se ve, era una transacción llena de reticencias y trabas; pero Escipión contaba antes de nada con su popularidad, y se dio por satisfecho.
Al aparecer el joven cónsul, un rumor belicoso llenó la Sicilia: turbas de voluntarios corrían a él desde la Umbría, desde el Samnio y de muchas ciudades marítimas, especialmente de las etruscas: anchos bastimientos cargados de madera de construcción y de artefactos navales, entraban en los puertos de Siracusa para dar nueva vida a sus astilleros, tiempo hacía desiertos y mudos.
Cartago asistía temerosa a tales preparativos, e hizo cuanto pudo para desviar de sí el huracán que la amenazaba; mandó a Filipo 200 talentos de plata para inducirlo a hostilizar la Italia o la Sicilia: envió refuerzos a Magón, el cual, desde la toma de Gades estaba en la Liguria haciendo leva de mercenarios, y le invitó a asociarse a su expedición itálica para poder unirse con Aníbal: mandó también socorros a éste, acordándose tarde de que también combatía por ella. Todas estas medidas se tomaron con el intento de tener a Escipión lejos de África; mas sirvieron a éste, por el contrario, de estímulos para acelerar su marcha; que si dejó pasar todo el año 549 (205 antes de Jesucristo) sin efectuarla, debióse por un lado a la empresa contra Locri, que costó cierto tiempo, y por otro al que exigían los aprestos de un nuevo ejército y de una nueva flota, que no podían ser rápidos.
Locri era la ciudad principal del Brucio meridional. Un grupo de desterrados de esta población fue a ver a Escipión en Sicilia para invitarle a ser el libertador de su patria, asegurándole que encontraría en ella el apoyo de la mayoría de los ciudadanos; y aunque Locri no estuviera en el territorio puesto bajo sus órdenes, Escipión aceptó la invitación y ganó a los cartagineses aquella importante ciudad, haciendo alejarse al mismo Aníbal, que fue a defenderla.
En el estío del año 550 (204 antes de Jesucristo), zarpó Escipión de Lilibea para África, llevando consigo un ejército de cerca de 30.000 hombres (4) con 40 buques de guerra y 400 de transporte. Éra su intención dirigirse a Emporia (¿Leptis Magna?); pero los vientos y las nieblas le desviaron a Occidente, obligándole a desembarcar en el promontorio de Mercurio entre la ciudad de Útica y la entrada del golfo de Cartago. Favorecióle esta circunstancia, porque los cartagineses, no esperándole por aquel sitio, le dejaron libre la llegada. Pero bien pronto fue a su encuentro Annón con un cuerpo de caballería. Escipión lo venció y lo hizo prisionero, y entonces entró audazmente en el país yendo a poner sitio a Útica, donde por fin se le presentó el enemigo. Eran dos ejércitos, el uno de 50.000 infantes y 10.000 caballos, conducidos éstos por el propio rey de Numidia, Sifax, su antiguo amigo, a quien la bella Sofonisba, hija de Asdrúbal de Giscón, ganó a la causa de Cartago; y el otro conducido por Asdrúbal, con 33.000 hombres entre infantes y caballos. Al ver aproximarse tales fuerzas, levantó Escipión el sitio de Útica y fue a situarse en lugar a propósito al Oriente de la misma. No osando dar batallas a fuerzas tan superiores, puso en juego la astucia. Hallábase en su campo el otro rey númida, Masinisa, que había expiado su larga fidelidad a Roma con la pérdida de su reino que le tomó su rival Sifax. Su numerosa caballería y sus talentos militares estaban al servicio de Escipión. Masinisa, pues, aconsejó a éste entablar falsas negociaciones de paz con los dos jefes enemigos, que acampaban separadamente. De este modo se adquirió conocimiento de sus respectivas situaciones; y mientras que su vigilancia disminuía con la esperanza de un arreglo, se puso una noche fuego a sus tiendas de junco y caña, produciéndose un terrible incendio, entre cuya espantosa humareda se hizo horrible matanza en las tropas de entrambos (5) (551-203 antes de Jesucristo). Este suceso cambió repentinamente la faz de las cosas, y aseguró el buen resultado de la dudosa expedición africana. Escipión deshizo en los Campos Magnos los restos del ejército enemigo, y pudo destacar del suyo las fuerzas que mandó a Numidia con Cornelio y Masinisa contra Sifax, para despojar a éste de su reino. Y también esta expedición se hizo felizmente; Sifax fue vencido y hecho prisionero al primer encuentro; Cirta abrió sus puertas a Masinisa, que recuperó su reino y mantuvo a la vez bajo su administración el de su vencido rival. En Cirta se apoderó también de la reina Sofonisba; y fascinado el númida por su belleza, la hizo su esposa para sustraerla a la esclavitud romana. Pero Escipión, que debiera a la influencia de aquella mujer la traición de Sifax, no quiso exponerse a perder también a Masinisa por su causa, y mandó que le fuese entregada con las demás presas de guerra. Masinisa entonces, para salvar la libertad y el honor de su esposa, le envió un veneno, que ella bebió animosa, lamentando al morir haber llegado a ser con su último matrimonio infiel al odio de Roma.
Cartago se encontró entonces en uno de esos supremos momentos que deciden la existencia de un Estado. Rodeada de enemigos y aun de súbditos que la odiaban, combatida interiormente por las facciones, no podía buscar en el patriotismo de sus pueblos el medio de su salvación, como había hecho Roma después de Cannas. Pagado tributo a la venganza con la condena de muerte que se impuso al obstinado Asdrúbal, a cuya ineptitud se atribuían las recientes desventuras, se mandó a Escipión un mensaje proponiéndole la paz, mientras se mandaban también otros a Magón y a Aníbal para que acudiesen a la defensa de la patria.
Los preliminares que con Escipión se acordaron, establecían: el abandono de la Hispania, la suspensión de los reclutamientos en Liguria, la reducción de la flota cartaginesa a 30 buques y el pago de 1.600 talentos. Sobre estas bases concedió Escipión un armisticio, y se enviaron a Roma comisionados para la conclusión del pacto. Pero entonces tuvo lugar un repentino cambio en los partidos de Cartago; el de la paz fue nuevamente vencido por el democrático, que quería la guerra a toda costa; y los enviados cartagineses, en vez de presentar el tratado convenido con Escipión, pidieron a Roma, con estupefacción general, que confirmase el tratado del año 513 (241 antes de Jesucristo), que había puesto fin a la primera guerra púnica.
Un desastre experimentado en aquella sazón por los romanos, con el naufragio de 200 naves cargadas de víveres que iban a África; y la esperanza que aun se ponía en el genio de Aníbal, ocasionaron aquella inesperada mutación de los partidos de Cartago. Respecto a Magón, no se podía contar con él; después de entrar en la Cisalpina con sus mercenarios ligurios, y de haber repetidamente intentado en vano abrirse paso hasta Etruria, fue arrojado a la Insubria por el procónsul Cornelio Cetego, de donde también se vio obligado a huir, herido y enfermo, para refugiarse en Liguria. Allí lo encontró el mensaje del Senado cartaginés. Púsose, en su virtud, en camino, todavía enfermo, y murió antes de tocar el suelo de la patria. De las naves que llevaban sus mercenarios, solo una llegó a África; las demás fueron capturadas por la flota romana. En el otoño del año 551 (203 antes de Jesucristo), Aníbal levantó su campo del promontorio Lacinio, su último asilo, y embarcó los escasos restos de su ejército en las pocas naves de que pudo disponer; tan pocas, que tuvo que hacer matar a 4.000 caballos por falta de espacio en ellas para llevarlos. Llegón sin obstáculo a Leptis, ciudad situada al Sudeste del golfo de Cartago; de allí a Adrumeto, donde podía moverse mejor y comunicarse más fácilmente con el interior para hacer el reclutamiento que su ejército necesitaba. Y allí el desterrado Asdrúbal se le unió con sus mercenarios, a quienes pagaba por cuenta propia desde que su patria le había condenado. Y allí se le unieron también los mercenarios de Magón, que habían huído al aproximarse la flota romana. Y desde allí, en fin, necesitando ante todo reforzar su caballería, que acampaba cerca de Túnez, hizo una excursión a Numidia llamando a su lado a los partidarios de Sifax, cuyo propio hijo, Vermina, heredero del trono, respondió a su llamamiento, y le debió el recuperar en parte su reino. Al tener Escipión noticia de todo esto, dejó a Túnez y fue también a Numidia para unirse a Masinisa y contener los progresos de Aníbal atacándole inmediatamente. Cerca de Narágara, sobre el Bagradas, según Livio, o en Margarona, según Polibio, tuvo lugar el gran combate a que la historia ha dado el nombre de Zama (acaso la Sicca moderna), y que señala, con el término de la guerra de Aníbal, el principio del imperio general de Roma. Las fuerzas de ambos ejércitos estaban equilibradas; había cerca de 50.000 hombres en una y otra parte. Aníbal tenía más fuerte la infantería, y Escipión la caballería. Antes de venir a las manos, Aníbal pidió una entrevista a Escipión para intentar un arreglo; y al cumplir este acto de abnegación, demostraba a sus conciudadanos partidarios de la paz, que había hecho lo posible por obtenerla. Pero habiendo Aníbal pretendido en la conferencia que se modificasen, suavizándolas, las condiciones ya propuestas por Escipión a Cartago, se rompió la negociación, y se encomendó a las armas la decisión de la gran contienda (6).
Iban a luchar los dos grandes capitanes de aquel tiempo, dignos campeones de las dos grandes repúblicas de Occidente; pero el talento estratégico de Escipión superaba al de Aníbal, y la pericia táctica de su ejército a la del enemigo; y este desequilibrio determinó el éxito del combate. Ambas masas fueron formadas en tres líneas; pero Escipión tuvo el buen acuerdo de poner en fila los manípulos de las suyas, dejando sin llenar las distancias de sus huecos; disposición tomada para impedir que los elefantes rompiesen el orden de la formación, y para poderlos rechazar más libremente. Aníbal colocó en primera línea los mercenarios extranjeros; en la segunda los reclutas africanos de Asdrúbal y los suyos; y en la tercera, a distancia de un estadio (185 metros) de la segunda, sus veteranos de Italia; delante de todos, los elefantes; en ambas alas, la caballería; la númida, frente a Masinisa, la cartaginea frente a Lelio. Faltaba la caballería de Vermina, que estaba en marcha; Aníbal no la esperó, y acaso no pudo hacerlo; cuando llegó, la batalla había ya terminado, y su tardanza hizo más completa la victoria de los romanos. Ya desde su principio la jornado dejó entrever la catástrofe; los elefantes que entraron en los huecos de los manípulos, fueron rechazados por las lanzas y flechas de éstos, puestos en desorden y lanzados contra la propia caballería enemiga, a la que Masinisa y Lelio atacaron entonces con fiero ímpetu, poniéndola fácilmente en fuga. De este modo los dos flancos de la infantería de Aníbal quedaron descubiertos. Los astati habían desbaratado las dos primeras líneas enemigas, y el mismo Escipión con sus infantes formados en una sola línea, había atacado a los veteranos de Aníbal, cuando llegó por la retaguardia de éstos su victoriosa caballería, que acabó de darle el triunfo; y entonces la derrota de los cartagineses se convirtió en verdadera carnicería. Aníbal se salvó huyendo a Adrumeto con un puñado de caballeros; desde allí fue a Cartago para aconsejar al Senado, como su padre lo hiciera después de la batalla de las islas Egades, que pidiese la paz. Y su consejo fue oído, y fueron aceptadas las duras condiciones que el vencedor impuso. Por ellas se obligaba Cartago a devolver todos los prisioneros desertores; a pagar en cincuenta anualidades 10.000 talentos; a proveer de víveres durante tres meses al ejército vencedor; a no emprender guerra alguna, ni reclutar mercenarios extranjeros, sin el consentimiento de Roma; a dar cien rehenes escogidos, en garantía de su fidelidad al tratado; y en fin, a restituir a Masinisa las tierras de Numidia que le habían sido usurpadas. Parecerá extraño que Cartago tardase menos en aceptar estas duras condiciones que Roma en aprobarlas; pero la dificultad no venía en Roma del pueblo que deseaba y pedía la paz, sino de los nobles, a quienes la guerra había dado gran provecho; y, sobre todo, de uno de los cónsules que debía entrar en el ejercicio de su cargo el año 553 (201 antes de Jesucristo), Cornelio Cetego, el cual ambicionaba el honor de ser quien acabase la guerra con algún hecho estrepitoso. Pero la firmeza de Escipión acabó con toda vacilación, secundada por los tribunos Acilio Glabrione y Minucio Termo, que provocaron un plebiscito (lex Acilia Minucia) por el que Escipión fue autorizado para firmar la paz, y para disponer por sí solo la vuelta del ejército victorioso de África. Diez senadores fueron mandados al gran capitán para ratificar el tratado (553 de Roma).
El vencedor de Zama se embarcó después para Sicilia. En Lilibea, parte de su ejército prosiguió el viaje por mar a Ostia, y él atravesó con el resto la Sicilia y la Italia. Su triunfo, en que figuraban algunos millares de prisioneros romanos librados de la esclavitud, superó en magnificencia a todos los que hasta allí se habían presenciado. El Senado añadió en premio a su nombre el glorioso de Africano, e hizo poner su imagen en el Capitolio. Y verdaderamente, ningún ciudadano había prestado a la patria servicios tan eminentes; él había librado el suelo de Italia de una invasión de diez y seis años; había dado a Roma la Hispania, y vencido a aquella Cartago que había osado herir a la República en el corazón de su poder, a aquella simple ciudad mercantil que llegó a ser durante siglos metrópoli de África y soberana del Mediterráneo occidental. Roma iba a ser ya su sucesora, tanto en el patronato de los reyezuelos africanos, cuanto en la hegemonía sobre el mar de la Historia. Pero así como este colosal desarrollo de poder exterior de Roma no había estado exento de grandes sacrificios, así sus futuros progresos no lo estarán de graves daños y peligros. Los primeros tres años de la guerra de Aníbal habían costado la vida a más de 100.000 hombres, entre romanos y aliados; y las listas del censo que dos años antes de la llegada de aquel sumaban 270.213 ciudadanos, al noveno año de la guerra (545 de Roma) no dieron más que 137.108 ciudadanos. Al sacrificio de vidas humanas, se había unido el de las pequeñas fortunas; si los ricos soportaron sin gran esfuerzo las graves exacciones impuestas por las necesidades de la patria, la clase media había sido por ellas arruinada. Y esta es la razón del poco precio que tuvieron después de la guerra las pequeñas propiedades, en lo cual se envolvía el germen de nuevos antagonismos entre las clases sociales, cuyo desarrollo producirá a Roma la guerra civil y el Imperio. el historiador Appiano calcula en 400 las aldeas y villas destruídas durante la lucha; la Italia meridional, que fue su principal teatro, recibió perjuicios incalculables. Para remediar, pues, tanta ruina, no había más que un medio: dar tregua a las conquistas, y dirigir la actividad del pueblo al cultivo de los campos. El senado, en la conciencia de esta necesidad, lo recomendó así por medio de los cónsules (548-206 antes de Jesucristo), aunque después él mismo quitó al pueblo el medio de obedecer a su mandato, llevando la guerra a Oriente.
En adelante las guerras romanas no obedecerán solo a un fin ambicioso, sino a la vez a un fin económico; ellas deberán buscar en la victoria el bienestar del pueblo, haciendo concurrir a las naciones vencidas a su subsistencia; y el pueblo aprenderá en breve a que precio le está asegurado el pan, así como Roma no tardará en expiar su insaciable sed de dominio. Fueron, en verdad, las guerras romanas una escuela de creciente corrupción; el general que recorre a la cabeza de su victorioso ejército un país extranjero, se dejará fácilmente dominar por la tentación de amontonar riquezas, y su ejemplo será seguido por los que le acompañan; la sed del oro llegará a ser la pasión dominante de la joven aristocracia, que no recordará las costumbres sencillas de sus abuelos sino para escarnecerlas; y como la corrupción es semejante al mar, que invade todos los lugares inferiores a su nivel, esta invasora plutocracia dará fácil acceso en Roma a todas las artes de la corrupción griega; y en medio al escepticismo, que reniega de los dioses en cuyo nombre se ha hecho la patria grande y poderosa, y se verá introducido el culto de Baco, que consagra todos los excesos (bacanales). Pocos años después de la segunda guerra púnica (568-186 antes de Jesucristo) una información consular reveló que solo en Roma había 7.000 personas afiliadas a la sociedad secreta de Baco.
No menos graves que las económicas y las morales, fueron las consecuencias políticas que el sistema de conquista debía producir. Si primero aprovechó a la autoridad del Senado, un día solo aprovechará al poder militar. Los generales confirmados en sus mandos por la necesidad de lejanas guerras y conquistas, habituados al ejercicio del imperio absoluto, y poseedores de la fiel devoción de sus soldados, no se resignarán a volver a Roma como simples ciudadanos, ni las instituciones republicanas podrán satisfacer la ambición de unos hombres acostumbrados a vivir en otras partes como soberanos y déspotas. El que ha sido por largos años monarca absoluto en Hispania, en África o en Asia, no se avendrá a ser cónsul un año, y miembro del Senado; y sucederá, por tanto, que esta asamblea, después de haber sido por más de un siglo verdadera depositaria del poder, caerá bajo el yugo de estos hombres a quienes ella misma ha exaltado; y viéndose incapaz de luchar con la preponderancia de los jefes militares que se disputan el poder absoluto, se verá reducida a escoger entre ellos un amo. Y desde este día las instituciones republicanas dejarán de ser un cuerpo, para ser un disfraz con que los nuevos dueños ocultarán su obra liberticida. A este triste precio Roma se preparaba, después de haber vencido a Aníbal, a dirigir sus pasos a la conquista del mundo.
Escipión el Africano
(1) Después de la victoria de Gneo Escipión contra Annón, que le dio el dominio del territorio comprendido entre el Ebro y los Pirineos, el Senado, para impulsar más la conquista, mandó también a Hispania a Publio Escipión, en calidad de procónsul.
(2) En los primeros comicios consulares del año 539 (215 antes de Jesucristo) habían sido elegidos el pretor Postumio Albino y Sempronio Graco, jefe de caballeros del dictador Pera. Muerto Albino antes de entrar en su cargo, fue sustituído por Claudio Marcelo, con el cual resultaron dos cónsules de origen plebeyo. Pero como esto era contrario a la ley Licinia, los sacerdotes lo remediaron diciendo que el trueno había retumbado mientras las centurias votaban; y la elección de Marcelo se anuló, eligiéndose en su lugar a Q. Fabio. Marcelo obtuvo, sin embargo, la dignidad de procónsul.
(3) De esta inscripción tomó Polibio muchas de sus noticias sobre la guerra, y los datos cronológicos de sus principales hechos.
(4) Livio no fija esta cifra, pues la calcula de 12.000 a 35.000 hombres. Appiano en 18.000. Esta inseguridad es debida a la pérdida de los últimos libros de Polibio, de quien no poseemos más que cuatro fragmentos sobre la guerra africana; el primero empieza después de la campaña del año 550 (204 antes de Jesucristo).
(5) Livio hace subir a 40.000 el número de muertos, y a 5.000 el de los prisioneros.
(6) La batalla de Zama se libró el 19 de Octubre del año 552 (202 antes de Jesucristo), según el calendario Juliano. Los historiadores mencionan un eclipse solar ocurrido aquel día, y añaden que el fenómeno celeste acobardó a los cartagineses, que creyeron ver en él el abandono de los dioses.
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