miércoles, octubre 12, 2005

V
LOS TARQUINOS
Con la muerte de Anco Marcio, entra la historia romana en otra nueva fase. La monarquía, hasta ahora electiva, llega a ser hereditaria, o adquiere al menos un caracter mixto como el de las antiguas monarquías alemanas, cuyo principio electivo atenúa y limita el título de herencia. Con la dinastía que aparece en este período, surgen los monumentos grandiosos de la ciudad, surge el pueblo quiritario. Una nueva época se inicia: la época de los Tarquinos, cuyo origen ha sido objeto de graves discusiones, todavía no cerradas. La crítica no ha podido aún resolver sino el problema negativo de la controversia, demostrando solo que los Tarquinos no deben ser considerados como etruscos, y dejando por la misma demostración de su latinidad sin solución el problema de su nombre, que aparece, sin embargo, en las inscripciones etruscas como el de Tarchum. Sin resolver queda también la relación entre Servio Tulio y aquel Mastarna que, ignorado por la tradición romana, figura en la etrusca como socio de Cele Vibenna, y sucesor suyo al frente de la hueste que llevó a la ciudad e instaló en el Celio, cambiando allí su nombre nacional por el de Servio.
Extraño es que una dinastía a quien se debieron los colosales monumentos cuyas ruinas atestiguan aún la grandeza romana de aquel tiempo; una dinastía que, según la cronología convencional, fue contemporánea de Solón y de Pisistrates, pero que indudablemente fue posterior al legislador de Atenas, haya dejado irresoluto y vivo el problema de sus orígenes. Acaso se facilitaría su solución si en vez de afirmarlo o de negarlo todo en el relato tradicional acerca de los Tarquinos, se aplicase a él un sistema de inducción y de juicio más racional, sosteniendo el concepto, que ya hemos afirmado, de que la Etruria no llevó un elemento proporcional a la nación romana, y concediendo la llegada natural a la ciudad de algunas de las inmigraciones de allende el Tíber. Esto parece doblemente verosímil si se recuerda la condición político-social de los etruscos, entre los cuales aparecen los umbrios como súbditos, si bien formando parte de la nación. ¿Por qué no admitir que aquel Cele Vibenna, que la tradición no pudo extraer de la nada, fuese el jefe de una falange umbría que, después de inútil tentativa de rescate, se refugiara en la ciudad y fuese allí acogida por los romanos? Y aquel Mastarna, compañero y sucesor de Vibenna, ¿no sería acaso el propio Servio Tulio, que siguó la costumbre, y acaso obligación, impuesta a los extranjeros, de entrar en el consorcio nacional tomando nombre de país? Hay más: la tradición romana, cuando habla de Etruria, la presenta como un pueblo unido, animado por el espíritu de nacionalidad, guiado por un interés común: por eso la pinta unánimemente conmovida al advenimiento de los Tarquinos. Y puesta la tradición misma en la disyuntiva de decidir que Roma cayó bajo la dependencia etrusca, o la Etruria bajo la de Roma, acepta lo segundo sin reparar en lo absurdo de la concesión, y poetiza las estrepitosas victorias de Tarquino Prisco en Veyes y en Ereto sobre la liga etrusca, que dieron por resultado la sumisión de la Etruria toda al rey de Roma.
Lo absurdo de esta inducción salta a la vista. Porque no es admisible que una ciudad que no había realizado aún su formación material, pudiese luchar con tan poderosa nación, y salir victoriosa hasta el punto de someterla a su imperio. La fábula, además, está demostrada por el hecho de haber conservado Etruria su independencia hasta el tiempo de Camilo, no habiéndose sometido a Roma sino gradualmente y después de una serie de luchas que duraron un siglo, y terminaron cuando ya la decadencia etrusca llegó a su plenitud. La condición político-social de este país era bien distinta de lo que la tradición supuso. Si los etruscos hubiesen tenido el sentimiento de nacionalidad que ella les atribuyera, otro hubiese sido el resultado de su civilización, y no estaríamos obligados a buscar hoy su único vestigio en las losas de sus sepulcros. Lejos de estar unidos por un sentimiento patriótico, su división y su discordia llegaban hasta el egoísmo individual; y el incendio de la casa del vecino a nadie importaba, con tal de que la propia se librase. Estaban, sí, unidos en confederación; pero este vínculo era tan poco sentido y observado, que ni la hora de común peligro bastaba, como ya hemos dicho, para despertar los ánimos y hacer vibrar en ellos la cuerda sensible del patrio honor y de la independencia. Asaltarán los galos a Clusio: llegarán las armas romanas a Veyes, y la liga etrusca permanecerá sin conmoverse, y nadie vendrá en ayuda de las ciudades amenazadas. No podía, pues, semejante unión dar la debida importancia al advenimiento de los Tarquinos, ni la exaltación de esta familia al trono de Roma pudo alterar las relaciones que hasta allí existían entre el Lacio y la Etruria. La frase Trans Tiberim vendere conservó plenamente su histórico significado.
Puesta en este camino la solución del problema que busca el origen de los Tarquinos, no es esencial el saber como entraron en el consorcio romano, si provinieron del Lacio o de la Etruria; y podemos asistir tranquilos a la gran transformación material y social de Roma, que tomó nombre de ellos. La material se realizó de dos maneras: por un lado, desaparecieron los sitios palúdicos y las aguas estancadas que ocupaban las partes bajas de la ciudad, gracias a la construcción de cloacas y canales subterráneos que las arrastraron al Tíber. Y en los lugares desecados y saneados, se alzaron por doquiera edificios y monumentos: entre el Palatino y el Aventino el circo Máximo: al pie del Palatino, entre éste y el Velia, el Foro, que fue alma de Roma. Por otro lado, colinas y llanuras unidas en una sola ciudad, fueron cercadas por amplia muralla que, partiendo del Aventino, en el sitio de su falda en que lo lame el Tíber, circundaba este collado y el Celio, y buena parte del Esquilino, del Vimenal y del Quirinal; desde allí se extendía hasta el Capitolio, y más allá hasta la isla Tiberina, desde la que volvía y terminaba junto al río. La desecación de las tierra bajas fue, según la tradición, obra de Tarquino Prisco: la muralla de la ciudad se debió a Servio Tulio, cuyo nombre (Vallo Serviano) llevara: y ambas fueron construcciones colosales, que prestan al período de aquellos reyes duración mayor de la que se le concede.


También la transformación social de Roma fue atribuída a estos dos Tarquinos. Prisco enmendó la base de la aristocracia, creando el Patres minorum gentium, e introduciendo a los Lúceres en el Senado. Tulio le contrapuso el elemento popular con su Constitución, que confería al censo gran parte de los privilegios gozados hasta entonces por la nobleza hereditaria. Con arreglo a la antigua costumbre aristocrática, el ejercicio de los derechos políticos era solo concedido a las curias, a los patricios. La institución de las centurias, por Servio Tulio creada, acabó con el exclusivismo de esa oligarquía, y la plebe fue llamada con el sufragio a la deliberación de los negocios públicos. Cierto es que el censo limitó el beneficio, concentradas como estaban, en su mayor parte, las fortunas entre los patricios; pero el porvenir era ya del nuevo elemento, porque dependía de su actividad. I

La grande obra de Tarquino y Servio, trae a la mente aquellos esclarecidos príncipes de la Grecia, que en los siglos séptimo y sexto antes de Jesucristo, señalaron la transición de la oligarquía a la democracia. También Prisco y Tulio procuraron temperar y moderar la potestad regia al colocarla sobre nueva base. Y acaso esta evidente analogía entre su política y la de los llamados tiranos de Grecia, sugirió a la tradición romana la idea de dar a los Tarquinos origen griego, llamando padre de Prisco a Bacchiade de Corinto, prófugo de su patria y refugiado en Tarquinia, cuando la usurpación de Cipselo.

El sacerdocio, que ya se conmoviera por las innovaciones de Tulio Hostilio, no podía asistir pasivo y resignado a los nuevos golpes que el patriciado y sus privilegios recibieron de los Tarquinos. Su oposición nos llega simbolizada en el augur Atto Navio, que invoca en defensa de los privilegios de las tribus romanas hasta el favor de un prodigio. Y la inexplicada desaparición del augur, y el fin del propio Tarquino, a quien se dice muerto por mano de los hijos de Anco, son las dos catástrofes motivadas por aquella oposición sacerdotal. En la primera salió vencida: en la segunda tomó su revancha. Pero esta revancha fue harto efímera. La elección de Servio Tulio, dígase lo que quiera sobre su origen, dio el triunfo al partido reformador. Si este triunfo fue pacífico, y obra de las llamadas gentes menores, introducidas por Prisco en las curias; o si fue el producto de una revolución, no lo sabemos. A esto último se inclina la tradición que llama a Lucio y Arunte Tarquino hijos, no ya sobrinos, de Prisco; porque siendo así, el derecho de sucesión debió de ser del mayor de ellos, y no de su cuñado Servio Tulio. Pero la crítica evidenció, mucho tiempo ha, que la genealogía de los Tarquinos nos ha llegado muy imperfecta y mutilada; y el hecho de ser Tarquino el Joven sobrino, que no hijo, de Prisco, lo demostró Cicerón consignando que este dejó al fallecer dos hijos de corta edad. Circunstancia que puede dar bastante luz acerca de la sucesión de Servio; pues ese cambio de los sobrinos en hijos, hace suponer la muerte de estos, anterior a la del padre, y explica la elección de Tulio como preferible a la de los menores, y lo pacífico de la sucesión ayudada por los jefes de las gentes menores, que habían quitado ya, y para siempre, de entre las curias, la preponderancia sacerdotal.

Servio Tulio

La tradición hace preceder al advenimiento del último rey una horrenda tragedia: el viejo Servio pierde trono y vida por obra de su yerno Lucio Tarquino; y su hija Tulia, cómplice del parricidio, profana y escarnece el cadáver del mismo padre, pasando sobre él en su carro. En memoria del enorme delito citaban los romanos el nombre de Vicus sceleratus, que llevó durante siglos la vía en que tuvo lugar la horrible escena.

Cubierta de tal odiosidad, desde su aparición, la figura del último Tarquino, la tradición se complace en mantenerla siniestramente hasta que desaparece del teatro de los sucesos. A creer lo que aquella dice, Tarquino el Joven inventó todos los instrumentos del suplicio, para usarlos contra sus súbditos. Hasta las obras de utilidad pública se le atribuyen culpablemente. Si completa el sistema de canales subterráneos por la construcción de la famosa Cloaca Massima: si da cima a la fábrica del gran templo de Júpiter Capitolino; todo eso lo hace para enervar a la plebe con el trabajo, e impedir su rebelión contra la tiranía. Y el analista Cassio Emina recarga la inculpación hasta añadir que muchos ciudadanos, exasperados por la terrible e innoble fatiga a que se les obligaba, se dieron la muerte.

Por sospechosa que esta narración tradicional aparezca, no debe sorprendernos. Tarquino el Joven cierra el período regio de Roma. La Monarquía romana cayó por obra del patriciado, que se repartió sus despojos. Al patriciado, pues, importaba que el poder real no renaciese; y el mejor medio para conseguirlo era pintar como cruelísimo tirano al último rey, infamando su nombre y su memoria. Para esta pintura buscáronse materias entre todos los elementos que podían darla: una vía en Roma llevaba el nombre de Scellerata (literalmente, "del crimen"), y unieron a ella el recuerdo del último monarca, unido al de un repugnante suceso. Verdad que la contigüidad del Vico Ciprio, o Bulno, al Vico Scellerato, podía desmentir la razón infame del atributo; pero ¿quién tenía interés en desmentirla? La Monarquía había caído, y los caídos no tienen defensores; y si los tienen, su voz clama en el desierto. El propio Herodoto fue registrado también para acumular el material odioso. La astucia de Zopiro, narrada por el gran historiador, para que Babilonia volviese a la obediencia de Darío, inspiró el relato de la caída de Gabio: la respuesta simbólica dada por Periandro, tirano de Corinto, a Trasíbulo, tirano de Mileto, inspiró asimismo el relato del consejo dado por Tarquino a su hijo Sexto, para asegurarse la fidelidad de los Gabinos.

Respuesta simbólica de Tarquino el Soberbio a su hijo

Sin embargo: al lado de esa tradición que puede llamarse oficial, nos llega, por conducto del historiador Dionisio, otra narración referente al reinado de Tarquino el Soberbio, que permite depurar sus anales de las falsas alteraciones que a ellos llevara el deseo de ennegrecer la memoria de aquel rey. La narración consigna unas palabras puestas en la boca de Coriolano, para decidir a los volscos a acometer su empresa contra Roma: "La constitución romana, dijo, según Dionisio, el desterrado prócer, era primero una mezcla de monarquía y aristocracia; y cuando Tarquino intentó convertirla en una monarquía absoluta, los patricios se levantaron contra él, lo arrojaron de la ciudad, y se enseñorearon de la cosa pública".

Y en este pasaje aparece claro el caracter de la política de Tarquino el Joven, y se explica a la vez la coalición formada por el patriciado y la plebe para derribar la Monarquía.

Levantado sobre el escudo de la aristocracia para que deshiciese la constitución plebeya de Servio Tulio, el último Tarquino cumplió esta obra; pero no se detuvo en ella, sino que, a la vez que los nuevos derechos populares, atacó los antiguos privilegios del patriciado; y en lugar de la unificación de las dos clases, fundada sobre la igualdad de derechos, creó la igualdad de los deberes. Monarquía absoluta y hereditaria: este fue el objetivo de su política, vencida por la coalición del año 244. Nada, pues, tan verosímil, como que quisiera fortificarse con alianzas que podían afirmar su tiranía. Y así, mientras por una parte anima a su yerno Octavio Mamilio a erigirse en tirano de Túsculo, por otra parte trata de granjearse, por medio de sus concesiones, el favor de las ciudades latinas. Servio Tulio había levantado el templo de Diana sobre el Aventino, destinándolo a sitio de reunión para celebrar anualmente las Feriae Latinae: Tarquino concede a los latinos esas mismas reuniones en el templo de Júpiter Laciare, sobre el monte Albano; si bien esta concesión no alteró la dependencia del Lacio con respecto a Roma. De ello es buen testimonio el tratado de comercio celebrado por ésta con Cartago en el primer año del gobierno consular, por el cual la República africana dejaba a Roma y sus aliados el libre ejercicio del comercio en la parte occidental del hoy llamado Cabo Bon (Túnez), y les vedaba el navegar más allá de él ni hacia Oriente, ni hacia el Sur. Por su parte Cartago se obligaba a no hacer daño alguno a las ciudades de Ardea, Augio, Laurento, Circejo, Terracina y otras sujetas a Roma, ni a las del Lacio que habían quedado independientes. Este documento, dado a conocer por Polibio, y cuya autoridad han demostrado críticos modernos, proyecta una luz poco favorable sobre la tradición histórica, y demuestra que en el tiempo de los Tarquinos tuvo Roma extenso comercio marítimo, y que su dominio en la costa del Lacio llegaba desde Ostia a Terracina.

Como consecuencia de este comercio aparecen las influencias helénicas que entonces se abrieron paso hasta Roma. "De tal modo, dice Cicerón, que bajo los Tarquinos, no ya un pequeño raudal, sino un torrente impetuoso de sabiduría griega penetró en Roma". Vióse entonces a los dioses, que antes habían sido venerados bajo formas simbólicas, revestir apariencias humanas, y ser adorados en simulacros. Apareció la escritura, traída de Cumas, y aparecieron los sistemas de pesos y medidas, las reglas arquitectónicas de los templos, y la importancia política de la propiedad: estas y otras novedades tomó Roma de Grecia por medio de sus colonias occidentales, especialmente de Cumas y Massilia. Vino a poner el sello a estas influencias el pase a Roma de los oráculos sibilinos, cuyos libros sagrados comprara, según la tradición, el último Tarquino. Y a la vez que en esta fuente de cultura oriental beberá la inspiración romana la idea de la nobleza de su origen, así extraerá también de ella los elementos para acrecer su Panteón: los cultos de Apolo, Latona y Artemisa, introducidos en el cuarto siglo de Roma, con motivo de epidemias: los de Esculapio, de Hebe y de la gran madre de Ida (Magna Mater Idaea), añadidos a los primeros en los siglos quinto y sexto. Todos ellos tuvieron sacerdotes propios y monumentos (Tria Fata). El vaticinio que la sibila hizo a Augusto del advenimiento milagroso del Redentor, que debía nacer de una Virgen; leyenda histórica, a que se debe la fundación del templo de Aracoeli, y consagrada por la Iglesia (teste David cum Sibylla), atestigua la importancia que los libros sibilinos conservaron a través de los siglos, protegidos por los Césares. Uno de ellos, Octaviano Augusto, para mejor honrarlos, los hizo transportar sobre el Palatino al templo de Apolo, su dios predilecto.

I La constitución de Servio Tulio revestía un triple caracter financiero, militar y polìtico. Extendido el tributo a la plebe, nacía la necesidad administrativa de dividir el Estado en un número de distritos que comprendieran los que el pueblo habitaba. Y a esta necesidad proveyó Servio con la división de la ciudad en cuatro regiones (tribus) y sus alrededores en 26 distritos (regiones). Las nuevas tribus tópicas se llamaron Palatina, Collina, Suburana y Esquilina. A la vez que en el territorio, se hicieron en el pueblo divisiones que tuvieron por base al censo, distribuyéndolo en cinco clases, y cada una de estas en centurias. El número de las centurias era de 193: de ellas, 80 pertenecían a la clase 1º, 20 a la 2º, 3º y 4º, y 30 a la última. Había además 18 centurias de caballeros, 4 de operarios y 1 de proletarios. Para ser comprendido en la 1º, se enecsitaba poseer una renta de 100.000 ases, de 75.000 para la 2º, de 50.000 para la 3º, de 25.000 para la 4º, y de 12.500 para la 5º. El resto de la población formaba, como se ha dicho, una sola centuria, la de los proletarios, cuya situación jurídica en el Estado se reguló por la de los hijos en la familia.

Todas las clases estaban militarmente ordenadas, y componíanse, mitad de jóvenes (de 17 a 45 años) y mitad de ancianos (45 a 60). Los primeros, llamados juniores, formaban el ejército móvil; los segundos, seniori, estaban para la defensa de la ciudad. Los de la 1º clase llevaban armadura de bronce, compuesta de yelmo, escudo, rodilleras y coraza, e iban armados con el asta y la espada corta; los de la 2º no tenían coraza; los de la 3º llevaban las piernas sin defensa; los de la 4º no usaban yelmo; los de la 5º solo manejaban los proyectiles (fundae et lapides missiles). Los proletarios no pertenecían al ejército.

Los privilegios concedidos al censo se compensaban con el sufragio. Las centurias eran llamadas a votar por el orden de la clase a que pertenecían. Las centurias de los caballeros votaban con la clase 1º, la que de este modo componía por sí sola la mayoría absoluta (98 sobre 193). A pesar de esto, se realizó con el nuevo sistema un notable progreso, pues contra el principio del derecho divino que había creado la oligarquía patricia, se abrió por él el camino a la aristocracia de la riqueza, que todos podían alcanzar. Respecto a los derechos políticos que la constitución de Servio Tulio concedió a la asamblea de las centurias, o comicios centuriales, nada se ha logrado saber seguramente. Lo único cierto es que cuando, a la caída de la Monarquía, fue aquella constitución puesta en vigor, se dio a aquellas asambleas las prerrogativas siguientes; 1º, la elección de los cónsules; 2º, la votación de las leyes; 3º, el derecho de declaración de guerra; y 4º, el juicio en última instancia para los procesos criminales.

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