VII
OLIGARQUÍA DE LOS FABIOS
Pero si el relato tradicional no pone en claro la causa de la condena a Espurio Casio, una luz inesperada viene sobre ella a proyectarse con la posición que ahora adquiere en la República la familia de los Fabios. Por siete años consecutivos esta familia, desconocida hasta allí en los fastos consulares, escribe en ellos su nombre. Desde el 269 (485 antes de Jesucristo) al 275 (479 antes de Jesucristo), uno de los Fabios es siempre cónsul; y los hermanos Marco, Quinto y Cesón, alternan en la alta magistratura como si se tratase de su propia hacienda. La cosa es tan extraña, que Niebuhr para explicarla recurre a la suposición de que, a partir del año 269 se mudó en Roma el sistema de elección consular, pasándola de las centurias al Senado. pero no hay necesidad de esta hipótesis para la explicación. El patriciado dominaba tanto en las centurias como en la Asamblea; y una vez confiada por él a los Fabios la defensa de sus privilegios e intereses, la presencia de uno de ellos en el Consulado era natural consecuencia de aquella confianza. Un Fabio fue el acusador de Casio: Cesón, el cuestor, que denuncia su ambición despótica, lo cita ante las centurias (¿o ante las curias?) y hace a éstas pronunciar la fatal sentencia. Otro Fabio, Marco, obtuvo el consulado en aquel mismo año, inaugurando en él la oligarquía de los suyos; y con Marco Fabio es también elegido cónsul L. Valerio, otro de los acusadores de Espurio, a quien por esta causa, según Livio, aborrecía la plebe. Luego la plebe no creía en la culpa de Casio; luego ella no tomó parte en su condenación: he aquí la luz que comienza a hacerse sobre el asunto. Espurio Casio, más bien que reo de ambición, fue víctima del exclusivismo patricio. Prejuzgando con su elevado entendimiento el porvenir, pensó en la conveniencia de estrechar los lazos entre patriciado y plebe, dando por fundamento al saludable consorcio la equidad: y le pareció que ningún medio podía iniciar aquel reinado de justicia, como el hacer al pueblo partícipe de la propiedad pública, cuya conquista había ayudado con su sangre. Pero halló un obstáculo a su noble plan en la avaricia de los privilegiados; los cuales, no pudiendo señalar en el hombre popular falta alguna manifiesta, inventaron una recóndita, la ambición, cuya denuncia hicieron confirmar a testigos mercenarios. Y en esta conspiración tuvieron los Fabios la mayor parte, y también recogieron el mayor premio, que fue la posesión permanenete del consulado, garantizado a su familia por el sufragio patricio. Y he aquí la razón de que encontremos durante siete años un cónsul Fabio.
No era, además, este privilegio el premio concedido a una venganza: era también el de un nuevo servicio. Quitado de enmedio el autor de la ley Agraria, necesitábase eludir el cumplimiento de ésta, y, sobre todo, necesitábase alejar a la plebe del Foro, campo de turbulentas y amenazadoras agitaciones: y para esto se inició el período de las guerras artificiosas; se imaginan vanos peligros, sancionados por los sacerdotes que leen en el cielo la voluntad de los dioses; el externus timor, que el historiador cesáreo traduce empíricamente por maximum concordiae vinculum, se constituye en principio de gobierno. Si falta la razón del temor, se la crea; y píntase ante la exaltable imaginación popular, como amenazadores y armados los vecinos que estaban inermes y pacíficos, para disfrazar de provocadores a los que eran provocados. Pero semejante farsa no podía prometerse, al cabo, un buen éxito, y poco tiempo transcurre sin que la insidiosa política fabiana sea desenmascarada por el vigilante Tribunado plebeyo, obligando a los Fabios a una extraña evolución. Esta familia, puesta por siete años a la cabeza de la reacción patricia, pásase de improviso al lado de la plebe, y emprende a su vez el camino de Espurio Casio, su víctima. La tradición calla el móvil del repentino cambio; pero la elocuencia de los hechos suple a su silencio. Y desde entonces comienza cuerpo a cuerpo la lucha entre tribunos y cónsules. Si éstos ordenan una leva de tropas para enviarlas contra los ecuos, los volscos o los veyenses, aquellos, por medio del jus auxilii, hacen vano el edicto consular; y los cónsules se ven precisados, para tener un ejército, a fijar sus enseñar fuera del límite urbano donde acaba la autoridad tribunicia; y los plebeyos, para no ver sus campos invadidos o destruídos por la ira consular, acuden y combaten. Así se desarrollan los sucesos en los cuatro años primeros que siguieron a la condenación de Casio: en el quinto, cambian de aspecto: la plebe se niega a combatir contra los de Veyes; la caballería romana ha desbaratado ya la hueste enemiga, y trátase de perseguir a los fugitivos para completar la victoria; pero la plebe vuelve con las enseñas al campo, para no dar al odiado Cesón Fabio la satisfacción del triunfo.
Los Fabios sintieron entonces la necesidad de cambiar de política: no era posible seguir adelante en aquel camino. Obligados por su posición y por su orgullo a permanecer en la brecha, mudaron de táctica, y pasaron, como hemos dicho, al lado de la plebe. Marco, sucesor de su hermano Cesón en el consulado, se conquista el ánimo popular con grandes promesas: va a cumplirse al fin la Ley Agraria, hasta allí olvidada; y la plebe satisfecha despliega todo su valor en la nueva campaña, derrotando a los veyenses.
Cara costó, empero, a los romanos la victoria: uno de los cónsules, Gneo Manlio, y Quinto Fabio, hermano del cónsul Marco, quedaron sobre el campo. Esquivó éste la ovación del triunfo en su aflicción, y salió del consulado dos meses antes de que su mandato terminase. La plebe respetó su dolor, y confirmó su afecto volviendo a dar sus sufragios en la nueva elección a Cesón Fabio, el cual le pagó pidiendo al fin al Senado la ejecución prometida de la Ley Agraria. ¡Singulares mudanzas humanas! ¡Este hombre, acusador, siete años hacía, de Casio, vino a ser el aplicador, el ejecutor de su obra! No debe, sin embargo, sorprendernos el mal fruto que obtuvo su conducta. Si la preponderancia de los Fabios en el patriciado desperó los celos de sus compañeros, porque las oligarquías no toleran desigualdades en su seno, su paso hacia la plebe despertó contra ellos odio y desprecio: miráronlos como traidores y apóstatas, haciendo dificilísima su situación. Dos caminos únicos se les ofrecían: o ponerse decididamente a la cabeza del elemento plebeyo, para obtener violentamente del patriciado la ejecución de la ley Agraria, o retirarse decididamente de la escena política, y huir de Roma. Una noble inspiración patriótica los llevó al Cremera. Autores de la guerra contra Veyes, que costó a la República grandes y estériles sacrificios, se decidieron a reparar su propia y triste obra con abnegación valerosa. Conducidos por Cesón, todos los fabios emigraron, con excepción de uno solo, Quinto, que quedó, según Livio, a causa de su tierna edad, y como destinado a propagar un día su estirpe (1); y fueron a ocupar la roca del Cremera (hoy foso de Valsa) en tierra de Veyes, con el propósito de molestar desde ella a sus enemigos en continuas correrías devastadoras, y agotar sus fuerzas hasta hacerles impotentes para resistir las armas romanas. Es el mismo intento que, medio siglo después, llevó a los espartanos a Decelia: es la misma táctica, que doscientos años más tarde adoptó Amílcar Barca contra Roma.
En aquel peligroso refugio permanecieron los Fabios cerca de dos años. Pero cuando se esperaban los más importantes resultados de su nueva manera de guerrear, llegó a Roma la infausta nueva de haber perdido todos ellos la vida a manos del enemigo. El cónsul T. Menenio Lanato, que debió ir en su socorro, no lo hizo; y por esto, al cesar en su cargo fue citado por los tribunos L. Considio y T. Genucio ante la plebe, acusado de felonía en daño de ésta y condenado a una multa de veinte reses, que equivalía a 2.000 ases. El ex cónsul no soportó tal vergüenza, y se quitó la vida. Pero este proceso demuestra que el odio de los patricios a los Fabios duró aún después de la resolución magnánima por ellos cumplida. Porque, en efecto, aquel cónsul Menenio que, estando acampado en las cercanías del Cremera, les dejó sin auxilio, obedeció con su proceder al sentimiento del patriciado entero contra los míseros emigrados: de otro modo no se comprende que al año siguiente no fuese llevado a juicio por los cónsules ante las centurias. Y demuestra asimismo aquel proceso como creció entonces (año 278-476 antes de Jesucristo) la potestad judiciaria de los tribunos: Menenio fue insistentemente acusado de traidor a la plebe, por haber violado la lex sacrata: los tribunos pidieron para él la pena de muerte: luego la redujeron (tal vez por intervención del Senado), a una multa, pero contentos de haber obtenido la aprobación patricia a esta nueva extensión de la potestas tribunicia.
El mismo artero móvil que hizo a los patricios abandonar a Menenio a la venganza plebeya, les hizo fingir honores póstumos a los desdichados Fabios. Llamóse scelerata la puerta Carmental por donde salieron, y el día de su muerte fue anotado entre los nefasti. Así el egoísmo se disfrazaba de ceremonia oficial; así se erigió la hipocresía en razón de Estado. ¡Funesto ejemplo para el porvenir!
(1) Admitiendo que solo Quinto quedase en Roma, no se puede atribuir como causa de la excepción su poca edad, puesto que ya en el año 287 de Roma (467 antes de Jesucristo) figura este Quinto en los fastos consulares, y se nos presenta también como uno de los jefes de la reacción patricia. Parece, pues, legítima la conjetura de que él quedó en la ciudad por no querer seguir a sus deudos en la nueva política. ¿Cómo admitir, por otra parte, que en un grupo de 307 emigrantes no hubiese más que un niño? Livio los fija en 306, todos, según él, patricios. Dionisio, los enumera en 4.000 y Festo en 5.000. Fácil es, empero, colegir que estas cifras no tienen por garantía documentos dignos de fe.
1 comentario:
Excelente, felicitaciones, me gusto mucho la lectura.
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