jueves, noviembre 03, 2005


CAPÍTULO VI
ROMA CONQUISTADORA DEL MUNDO
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Cartago.-Primera guerra púnica.-El período entre la primera y la segunda guerra púnica.-Guerra de Aníbal.-Última guerra galo-romana.-Guerras romanas en Oriente.-Últimas guerras cartaginesa e hispánica.-Ordenación de las provincias.
I
CARTAGO
Llegamos a la época del gran duelo entre Roma y Cartago, es decir, entre los dos más grandes poderes del antiguo Occidente, que por serlo así imprimieron a su contienda una importancia histórico-universal. No se trató, en efecto, únicamente en aquella gran lucha del dominio sobre Sicilia y demás islas occidentales, sino sobre el de toda la extensión del Mediterráneo. El problema, pues, que la guerra debía resolver, se planteaba en estos términos: ¿de quién sería al fin la dominación occidental, de Roma o de Cartago? Y siendo a la vez aquellas dos repúblicas las representantes de dos estirpes, la ariana y la semítica, la lucha romano-cartaginesa debía también resolver el problema de la dirección de la cultura occidental por los arios o por los semitas. Pero antes de entrar en la narración de la gran contienda, debemos adquirir el posible conocimiento de aquella Cartago, de quien hasta aquí solo hemos hablado incidentalmente.
Cartago se asentaba en la costa occidental del moderno golfo tunecino, sobre una lengua de tierra unida por un istmo a una de las más fértiles regiones del África septentrional. Sobre la misma costa, del lado del Mediodía, y a la distancia de unos 20 kilómetros, se alzaba Túnez; y en la dirección occidental, a la distancia de 40 kilómetros, Útica; ambas de origen fenicio. El territorio cartaginés comprendía al golfo entero, y se extendía por Poniente hasta la Numidia, y por Levante hasta el mar y el desierto.
Cuando Cartago fue fundada, ya los fenicios habían poblado el Occidente con sus colonias, que eran a la vez sus factorías. Útica en el África, cerca de la embocadura del Bagradas (hoy Majardah), y Gades (Cádiz) en Hispania, eran las más importantes y las más antiguas de estas colonias, los dos emporios del comercio cartaginés, y los grandes depósitos de su industria metalúrgica, en cuya riqueza la península ibérica había sustituído a la antigua Cólquida.
Cartago tuvo diverso origen que las otras colonias fenicias; creada la última de ellas, debió su existencia a razones políticas y no comerciales. Sangrientas discordias nacidas en Tiro, llevaron lejos de la madre patria al elemento aristocrático, que fue el vencido. La tradición da por jefe a estos emigrantes la viuda del gran sacerdote de Melkart, que fue cabeza de la aristocracia, y murió a manos de su cuñado, usurpador del trono (¿813 antes de Jesucristo?). Y sea o no cierto, fue en verdad una feliz inspiración la que guió a estos emigrantes para escoger el lugar en que fundaron su nueva patria; y aunque aquella elección no hubiese sido sugerida por designio comercial alguno, la naturaleza del sitio y la posición de la nueva ciudad, habrían hecho necesariamente de Cartago el emporio del comercio occidental.
Sin embargo, durante los tres primeros siglos los cartagineses resistieron a la seductora situación de su patria; y en todo aquel largo período de tiempo toda su grande actividad fue dedicada a extender y asegurar su territorio africano. Y en este primer período de su vida fue cuando ensancharon su dominio desde la Numidia hasta la pequeña Sirte.
Los sucesos interiores indujeron por fin a los cartagineses a salir del continente africano y a lanzarse al mar. El tridecenal sitio de Tiro (obra de Nabucodonosor), en la primera mitad del siglo VI, produjo otra corriente de emigración fenicia; pero esta vez los fugitivos no eran emigrados políticos ni aristócratas, sino comerciantes e industriales que iban en busca de otro suelo en que ejercitar sus tráficos, ya que se les negaba el suelo de la patria.
Y este nuevo suelo fue Cartago; la que, al impulso de aquellas nuevas fuerzas, tendió las alas fuera de su nido y echó las bases de su marítimo poderío. Cuando Cartago cambió así de política, dos naciones se contrastaban el dominio del Mediterráneo occidental: los etruscos y los griegos. Cartago aprovechó aquella rivalidad para unirse con aquella de las dos naciones que no le ofrecía conflictos de intereses; y se alió con Etruria. La primera en sentir los efectos de esta alianza fue Massalia (Marsella), metrópoli de las colonias griegas en Occidente: en una sola jornada naval fue batida (218-536 antes de Jesucristo). Cartago recogió el mayor fruto de la empresa: la gran factoría marsellesa de Alalia, en Córcega, fue suya; y merced a esta adquisición fue también a sus manos todo el comercio de la isla. Animada por el feliz éxito de sus primeras armas, la República pensó en más grandes cosas. Magón le conquistó la Cerdeña y las Baleares, animándola a soñar asimismo con el dominio de Sicilia, la mayor y más fértil de las islas itálicas, y tan vecina a ella, que desde su propia casa veía sus montes y límites. Pero la primera prueba fue contraria; en Imera (274-480 antes de Jesucristo) sufrió tan terrible derrota por los griegos isleños, que durante siete años no volvió a pensar en hacerla suya.
Una reconstrucción de Cartago y sus magníficos puertos
Después, la misma Sicilia le invitó a ello. Segesta le pidió auxilio contra Selinunte (344-410 antes de Jesucristo). Esta ciudad vio entonces su último día, y con ella desapareció también Imera, destruída por venganza; y sobre las ruinas de estas poblaciones surgió la Sicilia cartaginesa, con Agrigento por capital. Siracusa entorpeció los progresos de esta nueva potencia, y aquella magnánima ciudad pagó con graves desgracias internas la misión nacional que había cumplido. Porque cuando el fuerte brazo de Agatocles faltó, y sus nuevas esperanzas puestas en Pirro fueron ahogadas por las derrotas de éste, la gallardía de Siracusa para hacer frente a tanto rival, decayó. La Sicilia estaba amenazada de ser provincia de Cartago; dos solas de sus ciudades faltaban para completar su conquista: Siracusa y Mesina. Y en este momento decisivo Cartago vio delante de sí una nueva rival: era Roma.
Antes de conocer como se produjo la intervención romana en los asuntos de Sicilia, debemos dar ligera idea de la organización interna de Cartago, que nos explicará el triste resultado que para ella tuvo su gran lucha con Roma.
Desconócese casi por completo la organización política del Estado cartaginés, y se ignora también como se coordinaban entre ellos, respecto a las atribuciones propias, los tres cuerpos o colegios de los Sofetim, del Senato y de los Cento, que representaban los tres poderes supremos de la nación. Esta ignorancia no nos impide, sin embargo, juzgar en su esencia la índole de las instituciones y del gobierno de aquella República. Traen estas instituciones su origen del doble elemento que compuso aquella ciudadanía; el elemento primitivo, militar por su naturaleza; y el comercial, después de la caída de Tiro, que se le unió luego. Bajo el imperio de estos dos elementos vino a ser Cartago una república comercial y conquistadora. Pero estos dos elementos no podían al cabo seguir procediendo mucho tiempo de acuerdo; había entre ellos un germen de conflicto, que debía ser fuente de discordias civiles y obstáculo al progresivo desarrollo del Estado. Los primeros síntomas de este antagonismo se manifestaron ya en los primeros pasos de la política comercial de Cartago; la aristocracia, temiendo que se le escapase el poder ante la creciente influencia de la democracia sobre el Senato y los Sofetim, creó un tercer poder con el cuerpo de los Cento, destinado a dominar todas las influencias rivales. La democracia, por su parte, se rehizo de esta especie de deminutio capitis (pérdida de derechos), introduciendo la costumbre de que los generales fuesen continuamente acompañados en la guerra por una diputación de senadores, bajo pretexto de asistirlos en la conclusión de los tratados de paz, pero con el fin oculto de vigilar su conducta. Y el rigor inhumano con que son tratados por Cartago los generales vencidos, revela bien claramente la aversión profunda del partido de los comerciantes hacia el militar, representado por la aristocracia. Cuando estallaron las guerras púnicas, el dualismo político-social era un hecho fatal para la República, y fácil es reconocer lo siniestramente que había de influir en el procedimiento y en los resultados de aquellas guerras. Otras razones perjudiciales conspiraron a engendrar estos resultados; la primera, la composición del ejército cartaginés; en él se hallaban los libios, recogidos en los territorios africanos de Cartago, y los númidas, hispanos, galos y griegos, pagados por la República. Cartagineses había entre ellos bien pocos, porque la mayor parte los reclamaban para sí el comercio y la marinería. Esta última particularmente tenía entonces necesidad de un gran número de hombres; una nave trirreme contaba de 150 a 180 remeros; una quinquerreme de 250 a 300; una flota, por tanto, de 300 buques pedía un equipo de 60 a 90.000 hombres. Y si todos estos eran brazos sustraídos al ejército, ¿cómo se podía pedir a los mercenarios de todas las naciones, en su mayor parte bárbaros, aquellos rasgos de valor, aquella constancia en obedecer y en sufrir, que solo el patriotismo puede inspirar, y en que los romanos hacían consistir el deber y el honor?
Otra condición desventajosa de Cartago respecto a Roma era la clase de relaciones en que aquella se encontraba con sus pueblos sometidos. No había hecho nada para acercárselos; y no solo no pudo contar con ellos verdaderamente en la hora del peligro, sino que se vio obligada a combatirlos también como enemigos. Bastó la presencia de Agatocles, así como más tarde la de Régulo, para hacer estallar una rebelión general en el seno de aquellos pueblos.
Al lado de estos daños, las ventajas que para Cartago existían no podían ser de grande eficacia. La misma valentía de sus almirantes, y la experiencia de sus marineros, acabaron por dar frutos estériles; y Roma pudo un día vanagloriarse de que sus flotas hubiesen sido presa de la furia de la naturaleza, pero no del enemigo.
Melkart, deidad púnica

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