domingo, noviembre 06, 2005

II
PRIMERA GUERRA PÚNICA
Plutarco hace decir a Pirro que dejaba a romanos y cartagineses en la Sicilia un teatro magnífico para sus luchas futuras. La importancia histórica de este juicio, fuese o no expresado, consiste en que la gran lucha entre las dos repúblicas fue una consecuencia necesaria del desarrollo de su poder. Fallida la empresa del rey epirota, Roma venía a ser la heredera natural de su política. Pirro había asumido el patronato de los griegos de Italia, como sus connacionales; Roma asumió el patronato de los griegos de Sicilia, como soberana de sus connacionales en la península itálica. En estos conflictos la cuestión de los mamertinos no entra sino como causa ocasional; la causa determinante existía sin ellos, y la lucha hubiese estallado igualmente sin que ellos hubiesen aparecido en la escena.
Estos mamertinos (guerreros de Mamerte, forma osca de Marte) eran mercenarios italiotas llevados a sueldo por Agatocles. Muerto éste (465-289 antes de Jesucristo) quedaron sin paga y sin jefe; y de aquí su idea de arrojarse sobre Mesina y hacerse dueños de ella. Siracusa los combatió, y Cartago se asoció a ella en la empresa. Los mercenarios intentaron resistir a uno y otro enemigo; pero, vencidos en batalla por Gerón, perdieron el ánimo y fueron en busca de un aliado, es decir, de un protector. En la elección se dividieron; un bando se declaró por Cartago, y halló modo de hacer entrar un cuerpo de milicias cartaginesas en la ciudadela; el otro bando pidió el socorro de Roma. El honrado Polibio nos describe la vacilación del Senado para acoger una demanda que tocaba al honor y a la dignidad de la gran República. Los romanos no podían olvidar que los mamertinos se habían apoderado de Mesina por medio de una traición que ellos habían rigurosamente castigado en los campanios de Reggio. Pero esta consideración no podía ser motivo de perplejidad para un Estado que había excluído la moral de la política, y en cuyas resoluciones pesaba únicamente el interés de la República. Este interés, sin embargo, explicaba la vacilación; el Senado sabía que una guerra con Cartago era provocar un porvenir dudoso; y por esto no quiso resolver por sí solo, y llevó la cuestión a la asamblea del pueblo. Decidida la intervención, el gobierno, que había tardado en deliberar, no tardó en obrar con grande energía y prontitud para seguir la resolución tomada; y antes de que Cartago y Siracusa se pudiesen concertar entre sí, un ejército consular, conducido por Appio Claudio Caudice, y transportado en naves suministradas por Nápoles, Tarento y Locri, se encontraba ya en Reggio (490-264 antes de Jesucristo).
La desconfianza que existía entre los dos enemigos, coaligados por un precario interés, ofreció modo a Appio para dar batalla a Gerón sin que los cartagineses viniesen en su ayuda. Lo venció; sacó con una estratagema a los de Cartago fuera del castillo de Mesina, y se hizo dueño de la ciudad. Desde allí marchó sobre Siracusa para forzar a Gerón a unirse a Roma; pero éste, que confiaba en el auxilio de Cartago, se defendió bravamente.
En la segunda campaña se renovó con mayores proporciones el contraste entre la energía y presteza de Roma y la inacción de Cartago. El Senado mandó a Sicilia dos ejércitos consulares, capitaneados por M. Otacilio Crasso y M. Valerio Máximo, los que se apoderaron, sin combatir, de sesenta y siete lugares de la isla. Entonces Gerón aceptó la alianza y la protección de Roma por quince años, al precio de cien talentos anuales. Esta alianza dio a Roma la estimable ventaja de poder en adelante contar con los soldados de Siracusa para el refuerzo de sus legiones, como contaba con la valentía de su soberano, y con el interés que éste tenía en mantener contra Cartago el poder romano en la isla.
En el tercer año de la guerra salió al fin Cartago de su inacción. Una armada, bajo el mando de Annón, fue mandada a Cerdeña para bloquear las costas de Italia; una segunda flota, conducida por Aníbal Giscón, apareció en Agrigento. Era esta la principal ciudad de la Sicilia cartaginesa; Aníbal hizo de ella su plaza de armas, y en ella entró su ejército de 50.000 hombres. Esperaba con esto asegurar su salvación, porque los cónsules L. Postumio Negello y Q. Mamilio Vitulo, enviados para completar la conquista de Sicilia, unieron sus fuerzas en torno de Agrigento, y estando la ciudad distante cerca de tres kilómetros del mar pudieron bloquearla. Entonces comprendió Aníbal el error de haber aglomerado tanta gente. Pocos meses después sintieron los asediados las molestias de la carestía, mientras los asediantes eran largamente provistos por Gerón. Todas las esperanzas de aquellos se volvieron hacia Annón, el cual llegó, en efecto; pero tardó dos meses en presentar batalla a los romanos, y no se resolvió hasta que los de la ciudad se encontraron en el último extremo. Annón consiguió romper el bloqueo, pero no pudo salvar a Agrigento, porque, batido en el campo, se encaminó con las avanzadas de su ejército a Heraclea, mientras que los vencedores entraban en la ciudad. Roma quedaba victoriosa en el interior; mas para serlo en toda Sicilia, era menester poseer una escuadra y afrontar a Cartago también sobre el mar.
Es insensato pensar que el Senado no hubiese previsto esta necesidad. Desde el momento en que la empresa siciliana fue resuelta, la posesión de una flota se imponía como condición precisa; y si esta flota no apareció hasta el cuarto año de la guerra, fue por dos razones: la primera, la imposibilidad de improvisarla; la segunda, que la conquista de la parte interior de la Sicilia no imponía su inmediata organización.
Sobre el origen del poder naval de Roma han fantaseado mucho los antiguos historiadores. Según la tradición, la flota romana que ganó la victoria de Milae (Milazzo), fue construída en dos meses. Esta tradición nace indudablemente de un concepto exagerado respecto a la habilidad del gobierno romano. Concediendo que no se hubiese pensado en la escuadra durante los primeros tiempos de la guerra siciliana, siempre queda el intervalo de año y medio entre la toma de Agrigento y el alistamiento de la escuadra; a cuyo propósito se ha de observar que la transformación de una potencia continental en marítima es un hecho bastante admirable para que sea necesario recurrir sobre él a la ficción, y darle la aureola del milagro. Roma no disponía sino de los restos de las marinas de guerra etrusca y griega, y no pudo formar una marina nacional. De Siracusa obtuvo los primeros quinquerremes; pero lo que no recibió de nadie fueron los barcos llamados corvi; creación suya de inestimable importancia. Hasta entonces la táctica naval consistía en herir el flanco de las naves enemigas con los espolones de hierro que cada buque llevaba en la proa bajo la línea de flotación. La maniobra estribaba, por tanto, en la rapidez y destreza de los movimientos; y por esto la tripulación se componía solo de remeros. Roma encontró el medio de llevar también en sus naves sus legionarios, convirtiendo la lucha naval en una especie de acción campal. Y este efecto se obtuvo por medio de puentes volantes, provistos de arpones férreos llamados corvos, los cuales, lanzados sobre la nave enemiga en el acto de llegar junto a ella, la inmovilizaban. De esta manera paralizábase el esfuerzo de los remeros, que tenían que luchar con los asaltadores trasbordados a su buque por medio del puente. Así se explica el gran número de embarcaciones perdidas por Cartago en su primero encuentro naval con las de Roma; y de este modo a la inventora de los elefantes respondía la inventora de los corvos, que convirtieron en llanto la desdeñosa risa con que el enemigo saludó a las naves romanas, a causa de su construcción grosera.
El cónsul que tuvo el honor de ganar la primera victoria naval sobre los cartagineses, fue C. Duilio. Su flota componíase de 120 buques (20 trirremes y 100 quinquerremes); la flota enemiga, mandada por Aníbal Giscón, el desdichado defensor de Agrigento, contaba 130. La batalla decisiva se libró a la vista de Milae, cerca de Mesina; los cartagineses perdieron 80 naves, y su jefe se salvó a duras penas en un bote. Roma celebró extraordinariamente, y con gran razón, el gran suceso, que era el primer paso de su futuro imperio sobre el Mediterráneo. Duilio obtuvo el inusitado honor de un triunfo naval, y el privilegio de ser acompañado todas las noches hasta su casa por una música, como si cada día ganase una victoria; y para perpetuar el recuerdo de la de Milae, se erigió en el Foro una columna adornada con los espolones de las naves enemigas, y con una inscripción que explicaba el monumento.
La batalla de Milae no bastó a cambiar la situación de ambas partes; pero si sus efectos materiales duraron poco, los morales fueron de muy distinta importancia. Roma sintió que podía contrastar a Cartago el dominio del Mediterráneo, y resolvió los grandes preparativos que hizo durante los tres años siguientes para poner su flota a nivel de la enemiga; y de aquí también su resolución de llevar a África el teatro de la guerra y combatir a Cartago en su propio suelo.
Las 120 naves se aumentaron hasta 330; y embarcando en ellas cuatro legiones, mandó Roma el año 498 (256 antes de Jesucristo) esta formidable armada al África. Conducíanla los cónsules L. Manlio Volson y M. Atilio Régulo. Cartago, por su parte, se preparaba a recibirla. La flota romana había ya pasado el cabo Pachino, y navegaba hacia Occidente a lo largo de la costa de Sicilia, cuando, a la vista del monte Ecnomo (Licata), la armada enemiga se presentó a cerrarle el paso. Contaba esta 350 barcos, y la mandaban Annón y Amílcar.
Los cónsules dividieron su flota en cuatro escuadras; las tres primeras formando un triángulo; la cuarta, de reserva, formando paralela a la base del triángulo mismo. Las dos navces de los almirantes, colocadas en el vértice, abrieron el combate atacando el centro de la línea enemiga, cuyas naves retrocedieron, como se les tenía ordenado para el caso; y al perseguirlas los cónsules, dejaron dividida su flota en tres partes, porque la tercera escuadra, con el impedimento de los transportes que llevaba a remolque, no pudo seguir las operaciones de las otras dos; y así se vio plenamente cumplido el designio de los almirantes cartagineses de romper la masa compacta del enemigo. Pero no se cumplió con provecho; porque mientras las dos últimas escuadras de corvos se defendían vigorosamente contra las dos alas de la flota cartaginesa que corrieron a embestirlas, las escuadras consulares desbarataban el centro enemigo, y llegaban todavía a tiempo para asegurar la victoria de aquellas. En esta batalla perdieron los cartagineses 94 buques, y solo 24 los romanos. Y entonces éstos pudieron llegar a la costa de África sin obstáculo alguno.


En tanto que los vencidos de Ecnomo se hallaban a la defensa de Cartago ante el Golfo, los cónsules desembarcaron al Oriente del cabo de Mercurio (cabo Bon), y se apoderaron de Clipea, donde establecieron su base de operaciones. Los indígenas los recibieron como a libertadores, lo que dio a los jefes tal confianza en el buen éxito de la empresa, que uno de ellos, Manlio, partió, dejando en África a Régulo con 40 naves, 15.000 infantes y 500 caballos. Pero aún más temeraria que esta partida de uno de los cónsules, fue la petición hecha por el otro a Cartago cuando ésta, aterrada por la caída de Túnez, le pidió la paz. Régulo exigió la cesión de Sicilia y Cerdeña; el pago de los gastos de la guerra y un tributo anual; el compromiso de no hacer paz ni guerra sin permiso de Roma; la devolución de los prisioneros sin rescate, y el rescate de los de Cartago; y, por fin, la renuncia a tener una armada propia. Pretendió, pues, Régulo que Cartago dejase de ser un Estado independiente, sin calcular las fuerzas de que aquella república podían aún disponer, y los prodigios que podría obrar un pueblo ofendido para salvar el honor y la independencia de su patria. Cayó entonces Cartago en el antagonismo de los partidos, y el pensamiento de todos se volvió hacia el propósito de crear una infantería que pudiese hacer frente a las legiones. Un estratégico espartano, llamado Jantipo, recibió el encargo de formarla e instruirla en los principios del arte bélico de Grecia. Y los efectos de esta reforma militar se manifestaron en el primer encuentro con Régulo, que fue derrotado y hecho prisionero pudiendo solo salvarse en Clipea 2.000 de sus soldados; así desmentía Cartago el juicio humillante que su enemigo había formado de sus fuerzas. Roma renunció entonces a toda nueva empresa africana, limitando sus aspiraciones a la conquista de Sicilia. Pero en África quedaban aún los salvados en Clipea, y para recogerlos se mandó la flota de 350 naves. Los cartagineses, creyendo que aquella flota iba a vengar la derrota de Régulo, intentaron cerrarle el paso en el cabo de Mercurio; mas la tentativa les acarreó un nuevo desastre; de 200 naves perdieron 114; y, a pesar de todo, Cartago tuvo que darse por contenta, porque los cónsules, fieles a su mandato, no cambiaron el objeto de su expedición, y embarcando a los soldados de Régulo, hicieron rumbo a Sicilia.

Pero les sobrevino un terrible desastre; una gran tempestad sorprendió a la flota en Pachino, y casi la destruyó toda; solo 80 naves se salvaron. Esto confirmó a Roma en su propósito de limitar sus operaciones de guerra a la empresa siciliana; y para reducir las ciudades marítimas de la isla, que habían quedado bajo el dominio de Cartago, puso por obra la reconstrucción de la armada, que se aumentó hasta 220 naves. Enérgica resolución que dio sus frutos; en 500 (354 antes de Jesucristo), Panormo (Palermo) fue tomada a los cartagineses, cuyo dominio en Sicilia se redujo en breve a las dos plazas furtes de Lilibea y Deprano (Trapani); progresos de la conquista romana, a que habían contribuído las disidencias renacidas en Cartago entre sus dos partidos, y que dieron lugar a la expulsión de Jantipo, y a su violento fin, si ha de creerse a Appiano.

En el año 503 (251 antes de Jesucristo), Cartago se movió al fin; una armada conducida por Asdrúbal apareció en las aguas de Panormo. Defendía la ciudad el cónsul L. Cecilio Metello. Asdrúbal cometió la imprudencia de acercarse a los muros, exponiendo los elefantes a las saetas de los arqueros, y se repitió en Panormo lo de Heraclea en la guerra contra Pirro; los elefantes asaeteados se arrojaron furiosos sobre sus propias gentes, llevando la confusión y ruina; y en medio de este desorden del campo enemigo, Metello lo asaltó y desbarató, apoderándose de muchos de aquellos brutos, que sirvieron a los romanos de nuevo y útil espectáculo en el Circo.

Este nuevo desastre desalentó a los cartagineses; el partido de la paz volvió a prevalecer en los consejos de la República, que mandó a Roma una legación para pedirla y tratar de negociar el cambio de los prisioneros (504-250 antes de Jesucristo). La tradición hace ir en esta legación al cautivo Atilio; y uno de los grandes poetas latinos, Horacio Flacco, sacó de este relato inspiración para una oda patriótica. La crítica, sin embargo, ha suscitado fundadas dudas sobre la veracidad de la tradición. El silencio que dos historiadores tan importantes como Polibio y Diodoro guardan respecto a ella, hace la duda legítima; y otros ejemplos análogos de la historia tradicional, dan lugar a creer que solo una ficción orgullosa inspiró tal relato, como inspiró los de Coclite y Scévola. Pero sea cual sea su veracidad, no deja de tener importancia histórica, puesto que nos pinta la grandeza y la abnegación del patriotismo romano, idealizadas en el acto magnánimo de Régulo.

No habiéndose entendido los negociadores, volvióse con nuevo vigor a la guerra. Roma destinó a la conquista de las fortalezas de Lilibea y Drepano, todavía en poder de Cartago, una flota de 300 naves y dos ejércitos consulares (504 de Roma). Pero la fuerte resistencia encontrada en Lilibea, cuya guarnición mandaba el valeroso Imilcon, les obligó a renunciar al asalto, y se limitaron a cercar la plaza.

Los sucesos del año inmediato demostraron lo inconveniente del cambio anual de los jefes del ejército en guerras lejanas. Los nuevos cónsules P. Claudio Pulcro, hijo del Cieco, y L. Giunio Pullo, ocasionaron a Roma con su impericia dos desastres que hubieran podido tener consecuencias irreparables si Cartago hubiese sabido aprovecharse de ellos. El primero de dichos cónsules, en una tentativa para sorprender a Deprano, se dejó atacar a retaguardia por el comandante de la plaza, Aderbal, que destruyó su flota, de cuyos 123 buques solo 30 pudieron salvarse. Al dejar su puesto, el Senado le condenó a pena capital por el acto sacrílego que cometió la víspera de la batalla haciendo arrojar al mar las aves sagradas, cuando le fue anunciado que se resistían a comer. "¡Que beban!", dijo a los augures. Además Pulcro había ofendido la dignidad de los magistrados romanos, cuando respondió a la invitación del Senado para nombrar un dictador, eligiendo a su copista Glicio. Un temporal ocurrido al tiempo que las centurias se reunían para deliberar, impidió el proceso; mas Pulcro no salió libre de toda pena, porque, citado ante las tribus, fue condenado a una multa de 120.000 ases.

El otro cónsul, Pullo, encargado de conducir de Siracusa a Lilibea un convoy de víveres para aprovisionar a los sitiadores, se dejó sorprender por Cartalón, lugarteniente de Aderbal, que le arrebató gran parte de lo que custodiaba. Otra tempestad completó el desastre; buques de guerra y flota fueron, en su mayor parte también, presa de las olas.

La calma que dura luego durante seis años en las operaciones militares, fue consecuencia del temor causado en Roma por los desastres del 505 (249 antes de Jesucristo). Mas por fortuna, en aquel tiempo los adversarios de la guerra habían vuelto a dominar en Cartago; y ésta hizo poco o nada para aprovecharse del desmayo de su rival, y se limitó a mandar gran golpe de mercenarios, capitaneados por Amílcar Barca, con objeto de molestar al enemigo con correrías y depredaciones, más bien que de arrojarlo de Sicilia. La guerra se convirtió, pues, en guerrilla y piratería. Amílcar Barca, padre del gran Aníbal y discípulo de Jantipo, perteneciente a la nobleza cartaginesa, no debió recibir muy satisfecho esta misión de corsario; la aceptó, sin embargo, y cumplió con generosa constancia, deseoso de abrirse el camino para otras empresas militares más dignas de su nombre y más útiles a la patria.

Durante tres años este montañés, situado con su banda en el monte Ercte (hoy Pellegrino), bajó incesantemente sobre Palermo y la costa, molestando incansable al enemigo y manteniendo a sus secuaces con las presas de sus excursiones. Al cuarto año trasladó su campo a Erice, para proteger a Drepano contra los daños que le causaba la guarnición del templo de Venus, sobre el monte del mismo nombre; la guerra, entonces, dice Polibio, pareció, por sus proporciones y procedimientos, más bien un pugilato de dos atletas que una lucha entre dos naciones.

Pero la paciencia de Roma se agotó al fin, sintiéndose humillada por una manera de combatir que hería el prestigio de las fuerzas romanas y la dignidad de la República. La resolución romada por la nobleza en el 511 (243 antes de Jesucristo) para construir a expensas propias una nueva flota, renunciando a toda indemnización si la empresa no prosperaba, apresuró el glorioso resultado. Jamás victoria alguna fue más dignamente obtenida que la que puso término a esta guerra. En las islas Egades volvió a triunfar el patriotismo de la gran nación. En el otoño del 511, el cónsul C. Lutacio Cátulo fue mandado con 200 quinquerremes a las aguas de Sicilia para intentar un golpe decisivo sobre Erice y Drepano, y librar batalla al enemigo si se presentaba. Se presentó en las islas islas Egades, y fue deshecho; 50 de sus naves fueron echadas a pique, y 70 cayeron en poder de los vencedores.

Este nuevo desastre dio el último golpe a las esperanzas de Cartago, y con la esperanza perdió el valor de proseguir una guerra que acumulaba tantos sacrificios sobre el país, sin compensación alguna. El propio general Amílcar aconsejó a su gobierno hacer la paz, y este consejo fue seguido con entusiasmo. Roma aprovechó el abatimiento de la rival vencida, para agravar las condiciones pactadas entre el cónsul Cátulo y Amílcar. En ellas se estipulaba el abandono de Sicilia por Cartago, y el pago de 2.200 talentos por indemnización de guerra: los comicios romanos aumentaron esta cifra en 1.000 talentos, y el gobierno cartaginés aceptó. En la paz fueron comprendidos los aliados de ambas repúblicas.

Así terminaba, después de veinte años de duración, la primera guerra púnica. Roma, aunque victoriosa, no sacó gran fruto de sus enseñanzas, y más tarde veremos las consecuencias de no haberlas meditado. Tocó prácticamente la insuficiencia de sus instituciones en el seno del creciente desarrollo de un Estado que, llegado a ser itálico, se hallaba en la alternativa de ser universal, o de sucumbir. Porque si la brevedad del mando supremo era una garantía para el régimen republicano, era también un grave obstáculo para el buen éxito de las empresas militares, que ya revestían tan grandes proporciones. El remedio de la prorogatio imperii no era siempre eficaz; la misma razón que había conservado inmutable la duración anual del poder consular, impidió que las prórrogas se concedieran con frecuencia; fueron, en rigor, una medida excepcional, cuando lo que se necesitaba era una reforma orgánica.

Visión idílica desde el monte Pellegrino, antiguo Ercte

Fortuna fue de Roma heber tenido que combatir contra un Estado que no era guerrero sino en cuanto convenía a sus intereses comerciales. En Cartago, el espíritu mercantil dominaba tanto a la ambición como al deseo de gloria; y esto la hacía carecer de los recursos morales que el patriotismo encierra, y que en ciertos momentos críticos pueden obrar prodigios levantando al heroísmo todo un pueblo. Y Roma poseía toda esta gran fuerza hasta un grado nunca visto en nación alguna.

La misma Atenas, que asombró al mundo en la guerra contra los persas, no solo se mostró incapaz de sumisión cuando se trató de hacer grande y poderosa a la Grecia, sino que prestó su propia mano para hacer pedazos la mísera patria, y entregarla como fácil presa al extranjero.

Roma no se olvidó, concluída la guerra, de sus aliados itálicos, que le habían dado tan alta prueba de fidelidad en el grave y largo conflicto. para premiarlos, concedió el voto a muchas ciudades que no lo tenían, e inscribió a los nuevos ciudadanos en dos tribus, la Velina y la Quirina, con las cuales subió a treinta y cinco el número de aquellas, que ya fue inalterable. La creación de estas tribus fue hecha en el año 513 (241 antes de Jesucristo), bajo la censura de C. Aurelio Cotta y M. Fabio Buteón. El censo de aquel año dio 260.000 capita civium, o sea cerca de 32.000 ciudadanos menos que en el año 489 (265 antes de Jesucristo). Esta diferencia nos da la medida del sacrificio de vidas humanas que había costado el dominio de la Sicilia.

Mosaico encontrado en Útica que representa a Diana

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