Apenas terminada la guerra ilírica, Roma debió prepararse a otra lucha sobre el suelo itálico. Los galos de la Cisalpina, tranquilos durante medio siglo, se alzaron el año 529 (225 antes de Jesucristo) nuevamente en armas, y pusieron a Roma en grande agitación. La razón de este repentino alzamiento fue una ley agraria propuesta por el tribuno Cayo Flaminio, y votada por las tribus a pesar de la oposición del Senado. Aquella ley mandaba el reparto entre los ciudadanos más pobres de las tierras que en el año 471 (283 antes de Jesucristo) habían sido tomadas a los senonios. No era el espíritu demagógico quien había llevado al jefe de la oposición contra la nobleza a proponer aquella medida. El donativo de 20.000 modios de trigo que el rey Gerón hizo al pueblo romano con ocasión de su viaje a Roma (519-235 antes de Jesucristo), manifiesta la miseria que oprimía a la clase proletaria, y la oposición hecha por la nobleza a la ley Flaminia demuestra el espíritu de avaricia que en aquella clase dominaba y sus incipientes tendencias oligárquicas. La ley Flaminia tenía también un objeto político, que era el reforzar la frontera de la Galia Cisalpina poblándola de gente itálica. Los galos miraron esto como una amenaza a su independencia, y de aquí su improviso levantamiento en armas contra Roma; pero, conocedores del poder de las armas romanas, buscaron del lado allá de los Alpes un auxiliar famoso por su valor y ardimiento: era el pueblo de los gesates, que habitaban la región del alto Ródano.
Aunque Roma estuviese ya habituada a las grandes guerras, los colosales aprestos gálicos le inspiraron grande aprensión, que la superstición vino a alimentar: un oráculo anunció que los galos ocuparían el suelo romano, y el Senado, para desmentir el augurio, hizo enterrar vivos en el Foro a dos galos de distinto sexo: así la superstición hacía suministro de la barbarie, para resultar inofensiva. El censo ordenado en víspera de la guerra gálica, de todos los hombres útiles para las armas en la península itálica, atestigua también la gran excitación moral de la ciudad. Este censo dio cifras tranquilizadoras: Roma supo por él que podía oponer a los bárbaros 699.200 infantes y 69.100 caballos. Mandó al campo 149.200 de los primeros y 7.600 de los segundos: 29.200 eran legionarios; los otros, aliados. Entre estos últimos se contaban 20.000 entre vénetos y cenomanos, fieles los últimos a Roma aún en la hora en que se debía decidir la suerte de su propia nación. El ejército activo fue dividido en tres cuerpos: el uno, mandado por el cónsul Emilio Papo, tomó posición en la costa del Adriático cerca de Ariminum: el otro, con su colega Cayo Atilio, fue a Cerdeña para tener en respeto a aquellos fieros isleños y estar prontos a acudir a Etruria. El tercer cuerpo, bajo el mando de un pretor, se situó en la frontera de Etruria.
La hueste gálica componíase de 70.000 hombres: 50.000 infantes y 20.000, parte a caballo y parte sobre carros. Más resueltos que expertos, los bárbaros se dejaron a la espalda los dos ejércitos enemigos, evitando su encuentro, y avanzaron hasta Clusio. De allí había partido Breno ciento sesenta y cinco años antes; allí se detuvieron los nuevos jefes galos. Sabedores de que los dos ejércitos romanos se aproximaban, fueron a buscar al pretoriano antes de que pudiera unirse al consular; y hallándolo cerca de los montes que cierran el valla de Chiana, hacia Siena, lo deshicieron.
Satisfechos con este éxito, estaban los galos desandando su camino para llevar a su patria presas y prisioneros, cuando cerca del cabo Telamón se encontraron con el otro ejército consular, vuelto de su expedición a Cerdeña; y no solo les fue preciso aceptar la batalla, sino hacer doble frente a las dos fuerzas que los estrechaban. Los gesates y los insubrios hicieron cara al cónsul Emilio; los boios, al cónsul Atilio. Por una y otra parte se combatió con gran fiereza, y los gesates, medio desnudos y sin armas de defensa, señaláronse particularmente por sus gritos salvajes y su furor. La victoria quedó, sin embargo, por las legiones, superiores en número y armas a la hueste bárbara, y que tenían también sobre ella la inestimable ventaja de la disciplina; 40.000 bárbaros cayeron en tierra, y 10.000 quedaron prisioneros. Los vencedores perdieron a uno de los cónsules, Atilio: su colega vengó su muerte llevando su ejército victorioso a saquear las tierras de los boios, después de lo cual volvió triunfante a Roma (529-225 antes de Jesucristo).
Pero todo no era más que el preludio de un terrible drama. La conquista de la Cisalpina llegó entonces a ser el principal objetivo de la polìtica del Senado, y los cónsules de los años sucesivos no apartaron su atención del valle del Po. Los primeros en sufrir los efectos de la deseada conquista fueron los boios. Al aparecer allí los dos ejércitos consulares de T. Manlio Torcuato y Q. Fulvio Flacco, aquel pueblo, un día tan fiero, se sometió sin resistencia (530-224 antes de Jesucristo). Al año siguiente tocó el turno a los insubrios. El adversario de los nobles, C. Flaminio, había conseguido hacerse elegir cónsul; y él fue quien con su colega Publio Furio, pasó el Po y atacó a los insubrios. Obligado empero, por la resistencia que en ellos encontraron, a reponer sus fuerzas entre los cenomanos, volvió con éstos y derrotó a los insubrios en la orilla del Oglio.
La reclamación del Senado, que para deshacerse de él había impugnado la legalidad de su elección con el pretexto de falsos auspicios, impidió a Flaminio acabar de conquistar el país; y ni aun la batalla hubiera ganado, si no se hubiera negado, como lo hizo, a recibir antes de ella las noticias que el mensajero del Senado le traía: venció, pues, a despecho del Senado, y después dimitió. La sumisión del país fue completada el año siguiente (532-222 antes de Jesucristo) por el cónsul M. Claudio Marcelo, que tuvo la fortuna de dar muerte por su propia mano en la jornada de Clastidium (moderna Casteggio) al jefe y rey de los gesates Virdomar, cuyos despojos consagró a Júpiter Feretrio.
Con la caída de Mediolanum (Milán) la conquista de la Galia Cisalpina fue completa; pero era todavía poco sólida, y solo la influencia de las luchas interiores puede explicar la lentitud de las providencias que para asegurarla se tomaron. Después de la toma de Mediolanum fueron creadas las dos colonias latinas de Placentia (Piacenza) y Cremona (536-218 antes de Jesucristo), y esta resolución debióse a la insistencia de Flaminio.
Este Flaminio, que con su ley agraria había provocado la guerra gálica, y con su victoria preparó la conquista de la Galia Transpadana, fue por quince años el alma de la oposición democrática contra la naciente oligarquía. Mas ni como tribuno, ni como cónsul, ni como censor dejóse nunca dominar por las malas pasiones que hicieron siempre infausto el poder de los demagogos. Su oposición fue de principios y no de personas, y ninguno de sus enemigos recibió de él, cuando ejerció como censor (534-220 antes de Jesucristo), daño o molestia. Dejó, en cambio, un insigne monumento de su laboriosidad patriótica en la vía Flaminia (trazada por el modelo de la Appia), que conducía desde Roma a Ariminum. La guerra de Aníbal impuso por fin silencio a los partidos, cuyas iras debían volver a agitarse cuando ya el Mediterráneo fuese un lago romano.
Los veintitrés años que habían transcurrido después de la paz entre Roma y Cartago, no se emplearon ciertamente sin fruto para esta República. También ella, como su rival, los había invertido en una guerra de conquista. Por una y otra parte se había obrado contra la independencia de las poblaciones célticas; contra los galos de Italia y los celtíberos de Hispania, que fueron las víctimas de su respectiva ambición. Pero la invasión de Cartago ni siquiera se justificaba con la ocasión que llevó a las legiones romanas al valle del Po; su empresa fue una verdadera rapiña. Mas acerca de esto se dividieron las opiniones de los antiguos, y los modernos no han logrado todavía ponerse de acuerdo. La controversia gira sobre estos dos puntos: ¿fue la conquista de Hispania decidida para obtener con ella la compensación de las perdidas islas, o para volver la lucha contra Roma, haciendo a Hispania su basa de operaciones? Polibio, que esto sostiene, se deja acaso inducir por los hechos, sin tener en cuenta las circunstancia que los produjeron. Para él, Asdrúbal y Aníbal no son más que ejecutores del designio de Amílcar, interrumpido por la muerte, y sobre quien, de este modo, recae toda la responsabilidad. El examen de los hechos no legitima este juicio. Sea o no cierta la noticia que nos da Polibio sobre el juramento hecho prestar por Amílcar a su joven hijo para proseguir la empresa hispánica y no ser jamás amigo de los romanos, todo hace creer que la renovación de la guerra contra Roma, y la invasión de Italia, fueron obra del mismo Aníbal; de otro modo no se comprende la política seguida por su cuñado y sucesor en el mando, Asdrúbal, que consistía en establecer relaciones de amistad entre Roma y Cartago, con el mutuo reconocimiento de sus nuevos dominios. Por esto consintió la estipulación de un tratado en que Cartago se obligaba a no avanzar más allá del Ebro, y a dejar en paz a Sagunto y las otras ciudades helénicas de la península. Roma, por su parte, reconocía el dominio cartaginés sobe Iberia.
La vía Flaminia
Mas de todos modos, y cualesquiera que fuesen los fines de la empresa, lo que no deja duda es la anormalidad de las condiciones con que fue conducida. Amílcar Barca fue a Hispania más como dictador que como general de la república. No obtuvo, empero, esta privilegiada posición, peligrosa para las instituciones republicanas, sin ser combatido por la oposición de quien solo su prestigio sobre el pueblo cartaginés le hizo triunfar, con el recuerdo de haber sido el que venciera la rebelión de los mercenarios, dando a su patria paz y seguridad.
Amílcar tuvo por nueve años el mando del ejército de Hispania. Su fin, como su vivir, fue el de un héroe; murió sobre el campo de batalla, asegurando con su sacrificio la victoria de los suyos (526-228 antes de Jesucristo). No se conocen circunstanciadamente los resultados de su gestión, pero pueden juzgarse por una serie de datos que se pueden apreciar como su consecuencia; el primero entre ellos es el rápido ensanche que tomó la conquista bajo su sucesor Asdrúbal, quien la extendió, más por negociaciones que por las armas, hasta el Ebro. Tomó Asdrúbal por esposa la hija de un rey ibérico, para introducir su familia en la nacionalidad de los indígenas y captarse mejor su obediencia. En sitio favorecido por la naturaleza, junto a uno de los puertos mayores y más seguros del Mediterráneo, casi a mitad de camino entre las Columnas de Hércules y el Ebro, y vecina a ricas minas argentíferas, Asdrúbal formó la capital de la nueva Iberia, y la llamó Nova Carthago (moderna Cartagena), para confirmar la posición autónoma del nuevo reino, y proclamar la futura independencia de Cartago. Pero la precoz muerte de Asdrúbal, que pereció en el año 533 (221 antes de Jesucristo), víctima de una venganza privada, y la nueva política seguida por su sucesor, impidieron que el anuncio se realizase y cambiaron la futura suerte de Hispania.
Y esta influencia de los Barcidios sobre vencedores y vencidos, que a pesar de sus tendencias dinásticas llegó hasta la misma Cartago manteniendo la preponderancia del partido militar, fue también una consecuencia de los grandes éxitos de la empresa de Amílcar; como lo fue asimismo que el ejército, no solo pudiese, durante todo el perído de la conquista, bastarse a sí mismo, sino ayudar a Cartago para pagar a Roma, sin gravar con nuevas exacciones a los ciudadanos ni mermar el Erario público. Y, ¿qué diremos del afecto del ejército hacia la familia de su gran capitán? Asdrúbal y Aníbal recibieron sucesivamente el mando supremo por elección de los soldados; y los magistrados de Cartago tuvieron que acatar la voluntad del ejército para no acarrearse su venganza.
Amílcar Barca, conquistador de Iberia
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