jueves, octubre 13, 2005

El Foro


CAPÍTULO IV
ROMA CONSULAR
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La revolución del año 244.-Guerras romanas después de la expulsión de los Tarquinos.-El Senado.-La Plebe.-El Tribunado de la plebe.-Coriolano.-Espurio Casio.-Oligarquía de los Fabios.-Gneo Genucio.-La ley Publilia.-El Decenvirato.-Las leyes Valerio-Horacias.-El Connubio y el Tribunado Consular.-La Censura.-Espurio Melio.-Marco Manlio.-Las leyes Licinio-Sextias.-La Pretura.-Igualdad del Patriciado y la Plebe.
I
LA REVOLUCIÓN DEL AÑO 244
La tradición hace suceder inmediatamente a la caída de los Tarquinos la fundación del gobierno consular. No es esto, sin embargo, verosímil; antes bien parece opuesto al desarrollo histórico de aquellas instituciones políticas.
En apoyo de su concepto, la tradición pinta al último rey como víctima de una doble sorpresa. Mientras se encuentra en el campo de batalla, bajo los muros de Ardea, Bruto le subleva el pueblo de Roma; y cuando Tarquino, después de acudir inútilmente a la ciudad, vuelve entre sus soldados, halla que también le ha sublevado Bruto el ejército. ¡Aquel tirano, en suma, que se nos ha descrito como hombre astutísimo, pierde en la hora del peligro toda su maestría, y se deja vencer y expulsar sin la menor resistencia!
No: una dinastía que había reinado en Roma más de un siglo, y a la cual debió la gran Ciudad servicios eminentes, no se deja despojar del poder de tal manera. Y si Tarquino se hubiera tan fácilmente resignado a su desgracia, no hubiesen faltado en Roma defensores de su trono. Livio dice a este propósito que los ciudadanos, después de haber pronunciado la sentencia de destierro contra el rey, se mostraban más temerosos y descontentos de sí mismos que de sus enemigos externos. Esto confirma que los Tarquinos tenían en Roma un fuerte partido; y la conjuración que tuvo lugar para volverlos al trono, y en la que tomaron parte los propios hijos de Bruto, demuestra que aún entre los patricios tenía partidarios el desterrado monarca. Desterrados también luego aquellos partidarios de la Monarquía, les hallamos tomando parte, con ese caracter en la batalla del lago Regillo. Vese, pues, que la misma tradición que nada sabe de la resistencia, de la defensa del rey caído, se siente después obligada a confesar que tenía en Roma un partido, el cual, después de haber intentado por la conspiración devolverle el trono, va a ponerse bajo su bandera, y combate por él contra la patria.
L. Junio Bruto
Todos los detalles del relato tradicional avaloran la creencia opuesta a la afirmación que nos ocupa, y contribuyen a demostrar que el origen del gobierno consular fue distinto de lo que ella dice. No fueron, en verdad, ni el Senado ni el pueblo los que hicieron la revolución; lo que ambos hicieron fue seguir el impulso que les diera Bruto, a quien perteneció la gran iniciativa. El hecho que aparece como causa determinante del trastorno, es la división que dominaba en la familia regia. De un lado, estaban Tarquino y sus tres hijos Sexto, Tito y Arunte; de otro, la rama caída que representaba Bruto como hijo de una hermana del rey, y de Colatino, descendiente de un hermano de Prisco. El pueblo permanece extraño a esa división hasta que, acumuladas las ofensas y realizada la explosión de los odios, es llamado a recoger el fruto. El atentado de Sexto Tarquino contra Lucrecia provoca la catástrofe; pero no produce esto todavía la República. El primer golpe no desgaja sino una sola rama de la familia reinante, la primera, la mayor, que es desterrada, mientras la segunda permanece triunfante en Roma. El nombre real es abolido, pero la potestad subsiste con otra forma; la tradición misma lo evidencia así en el discurso que el historiador Dionisio pone en boca de Bruto. "En más tranquilos tiempos, dice éste a los patricios, se podrá deliberar sobre si conviene crear una organización pública distinta de la que establecieron Rómulo, Numa y otros reyes, y a la cual ha debido Roma un alto grado de poder y esplendor; ahora lo que se necesita es reparar la degeneración de ese poder real, convertido en tiranía". Si luego el orador termina proponiendo el Consulado como remedio al lamentado mal, Bruto infiere aquí una patente ofensa a la lógica, obligado, sin duda, por el plan preconcebido de su deseo.
El hecho debió ser que entre la Monarquía y el Consulado existió una forma distinta, aunque transitoria, de gobierno, una especie de dictadura, ejercida primero por la rama segunda de los Tarquinos, y que pasó luego, acaso en condiciones más restringidas, a la familia de los Valerios. La destitución de Colatino, que la tradición no explica, marca la segunda fase de la revolución, así como el abandono de la residencia sobre el monte Velia, donde habían vivido también Hostilio, Marcio y los Tarquinos, y que el pueblo impuso a Publio Valerio, señala la tercera y última.
Si tal fue en realidad el proceso revolucionario que engendró el Consulado, puede hacerse el resumen exacto de sus períodos, a saber: en el primero, la revolución, capitaneada por Bruto, se desenvuelve sin salir del regio palacio. El pueblo asiste pasivamente al gran drama, sancionando luego los efectos de su desenlace, que le son favorables. Suprímese la monarquía hereditaria, y hasta el nombre real; pero queda la postestad en manos de la rama segunda los Tarquinos. En el segundo período, la revolución nace de las curias, o sea del patriciado, que capitanea y dirige la familia de los Valerios; y ésta recoge el provecho sustituyendo a los Tarquinos. En el tercero, en fin, hace la revolución el pueblo entero, esto es, la coalición de patricios y plebeyos, para despojar a los Valerios del privilegio exclusivo del poder. Y esta familia, aleccionada por la experiencia hecha en los Tarquinos, resígnase a su suerte; y su jefe y cabeza, Publio Valerio, antes de deponer el poder absoluto, lo usa hábilmente en interés popular, estableciendo que las sentencias capitales y las penas corporales no pudieran tener efecto sin la sanción de los comicios centuriales. Favor que el pueblo reconocido saludó en él llamádole su bienhechor.
Otros dos hechos, que los autores de la tradición no advirtieron, vienen también en apoyo de nuestra opinión sobre el origen de la dictadura. Es el uno la costumbre que en época remota existió en Roma, de poner o fijar anualmente, durante los idus de Septiembre, un clavo en el templo de Júpiter Capitolino, al lado diestro del altar de Minerva. Esta costumbre, creada en servicio de la cronología, fue alterada con el tiempo, y la ceremonia del clavo no llegó a usarse sino en ciertas graves circunstancias, como epidemias u otro fenómeno extraordinario y tenido por prodigioso. Para la celebración del rito creábase un dictador especial, llamado dictator clavi figende causa. Y Tito Livio cuenta que, cuando la primitiva costumbre existía, la fijación del clavo se encomendaba al praetor maximus; poniendo así inesperadamente en escena a un magistrado desconocido para la constitución romana. Y habiéndose llamado a los cónsules pretores, antes de las leyes Valerio-Horacias, lógico es deducir que se daba el nombre de praetor maximus al magistrado que sustituye al rey en el período transitorio que medió entre la abolición de la potestad regia y la institución definitiva del Consulado.
Relieve con el templo de Júpiter Capitolino en el fondo
El otro hecho favorable, a nuestro parecer, es el procedimiento análogo al que vemos cumplirse en los antiguos Estados de Grecia en el desarrollo de sus instituciones políticas. Fijándonos en Atenas, cuya historia ofrece tantos puntos de contacto con la romana, encontramos que la transición de la Monarquía al Arcontado anual, fue recorriendo una serie de reformas pasajeras; primero se limita el cambio a la abolición del nombre regio. Los descendientes de Codro no se llaman ya reyes, sino simplemente arcontes, para los cuales no existe la inmutabilidad y la inviolabilidad monárquicas; luego se da un paso más en el camino emprendido, suprimiéndose el arcontado hereditario, y limitándolo a la duración de diez años, si bien todavía en este período consérvase el poder en manos de los descendientes de Codro; una severa reforma les quita este privilegio, estableciéndose que el arconte decenal fue elegido entre los eupátridos, o nobles (714 antes de Jesucristo); una cuarta y última reforma, da, pocos años después, su forma definitiva al Arcontado, componiéndolo de nueve arcontes y haciéndolo durar solo un año (683 antes de Jesucristo): era el principio de la comunidad sustituyendo al gobierno personal, la inamovilidad del poder reducida a su menor expresión; principio idéntico al que rige la institución del Consulado romano, compuesto asimismo de varios magistrados anuales, aunque se diferenciaba del Arcontado en la unidad del poder, que éste diviía entre sus miembros. A los cónsules solo faltaba la autoridad religiosa, confiada al rex sacrorum, parodia de soberano, a quien se podía dar impunemente el regio nombre, y que no gozaba de privilegio alguno, ni siquiera el de excomulgar. Conservándole el título se daba satisfacción a los dioses, sin disgustar a los mortales.
Si los dos cónsules ejercían el Imperium, y si fuera del radio urbano su poder era ilimitado hasta el punto de disponer de la vida de los ciudadanos (jus vitae necisque), su autoridad estaba, sin embargo, intervenida y contenida por la intercessio (derecho de veto). Esta arma, que los tribunos de la plebe debían hacer formidable, prestó a Roma dos grandes servicios: impidió la tiranía, y creó la libertad. En mano de los cónsules, impidió la prevaricación de su propio poder; en mano de los tribunos, democratizó el poder mismo, haciendo a la plebe su partícipe. Por eso establecía la constitución que si un cónsul venía a faltar por muerte o abdicación, el otro debía inmediatamente convocar los comicios de las centurias para la elección del nuevo colega (comitia ad sufficiendum consulem: de lo que vino el nombre de consul suffectus). Siendo ambos iguales en dignidad, debían repartirse los oficios y ramos con arreglo a sus especiales aptitudes: en tiempos de guerra, uno de ellos iba al campo (consul armatus) y otro quedaba casi siempre en la ciudad (consul togatus). Hacia el fin de la República, cuando ya era antigua costumbre confiar el mando a los pretores, procónsules y propretores, se estableció el sistema de turno mensual. El cónsul gobernante se distinguía del que vacaba por la frase cujus tum fasces erant, porque iba precedido de doce lictores. No era ya, empero, en esta época el Consulado sino un simulacro de lo que había sido en los primitivos tiempos de su institución: había perdido la prerrogativa de formar el censo y de administrar justicia, pasando estas atribuciones del antiguo poder consular a magistrados especiales (dos censores y un pretor urbano). Redújose, pues, la diferencia entre el Arcontado ateniense y el Consulado romano, a que los poderes de aquel eran ejercidos en común, llamándose arconte lo mismo el juez que el jefe militar, mientras que los del segundo se ejercían de un modo autónomo por magistrados diversos. en su lugar veremos como este poder consular llegó a fraccionarse.

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