viernes, octubre 21, 2005

XV
MARCO MANLIO
Como Espurio Melio, así también Marco Manlio es un filántropo. El espectáculo del pueblo infeliz, después del incendio de Roma por los galos, movió a la piedad su ánimo sensible. Los gastos a que la reedificación de la ciudad dio origen, habían sumido de nuevo a la plebe en la miseria y llenádola de deudas. La escasez del metálico, consecuencia de las depredaciones del invasor, suministraron a los ricos nueva ocasión de ejercer la usura con los necesitados. Añádase a esto las contribuciones extraordinarias impuestas por el gobierno, para hacer frente a las nuevas necesidades de la República (1). Los patricios se alegraron de poder volver a humillar a sus angustiados adversarios, y alejarles otra vez de los honores que ya habían conquistado legalmente. Manlio se ofreció entonces a socorrerlos.
El analista Claudio Quadrigario describe así a este nuevo bienhechor del pueblo: "Por su gentil aspecto, por la altura de su sentir, por su elocuencia, dignidad, severidad y prudencia, Manlio sobrepujaba a todos sus conciudadanos. Sus hechos militares eran su principal gloria. Contaba los despojos de treinta enemigos muertos por él en batalla, y ostentaba su pecho cubierto de veintitrés cicatrices. Descendía, además, de una de las familias más respetables de Roma, que en el primer siglo de la República había dado a la patria capitanes valerosos y magistrados insignes".
A todos estos títulos de pública consideración, había Manlio añadido recientemente uno de supremo valor: había salvado el Capitolio contra los galos. Y sin embargo, los patricios le odiaban a despecho de sus altos servicios, y le tenían deliberadamente alejado de los honores. Después del consulado del año 362 (392 antes de Jesucristo), Manlio no había desempeñado magistratura alguna; y los puestos que a él se negaban dábanse con profusión a su rival Furio Camilo, benemérito a la vez de la patria y del patriciado, alma de la oligarquía envalentonada con la miseria de la plebe, y que tenía en Manlio su más decicido adversario.
Esta actitud de despecho del patriciado a su respecto, aumentó su decisión en pro del interés popular, y cambió al filántropo en demagogo, sin quererlo ni saberlo. No puede darse, empero, fe completa a la historia tradicional de sus últimos hechos y de su fin, relatado por Diodoro, Livio y Appiano, compiladores tardíos de viejas memorias cuya fuente no pueden citar. Ellos tienen la responsabilidad del desacuerdo que entre ellos mismos hay, tanto respecto al año de la condena de Manlio, como al procedimiento seguido para obtenerla, y hasta a la manera misma de su muerte. Lo que demuestra que la fuente en que recogieron sus relatos no fue más pura que la que inspiró los concernientes a Casio y Melio. Ateniéndonos a la versión común, el espíritu caritativo inflamó a Manlio en presencia de un pobre centurión a quien su acreedor llevaba a la cárcel. Manlio paga sus deudas, y le restituye su libertad; y entonces lo invade una especie de fiebre de generosidad: entra en su casa, vende sus tierras y con su producto liberta a cuatrocientos infelices de la servidumbre y de las cadenas.
Desde este momento la casa de Manlio llega a ser punto de reunión frecuente de los oradores y jefes de la plebe. Allí se discutían libremente las iniquidades de los oligarcas, y se encendían los ánimos en el deseo de la venganza. Manlio no estimulaba ni contenía estos sentimientos; pero deseoso, sí, de librar al pueblo de su presente oprobio, no con vanas palabras ni con medios sediciosos, exponía a sus amigos los remedios que creía más justos y eficaces, y proponía que para reembolsar a los acreedores del pueblo se vendiese una parte del agro público, pagando con ellos los capitales prestados, sin los intereses, que no debían a ellos añadirse. Mas los patricios seguían con ojo avizor al agitador de la plebe, y antes de que la efervescencia de los ánimos degenerase en sedición, resolvieron quitar de enmedio la causa principal del popular fermento. Fue para ello llamado el dictador A. Cornelio Cosso, que estaba en campaña, y éste citó a Manlio ante su tribunal, y lo mandó prender como calumniador del gobierno y sublevador de la plebe, no atreviéndose a más. Expiró, sin embargo, el mandato del dictador, y el Senado tuvo que poner, a pesar suyo, en libertad al prisionero.
Diana (Del Museo Nacional de Nápoles)
Si el excarcelamiento de Manlio fue insidioso, la insidia fue eficaz. Las reuniones de su casa se hicieron más frecuentes y clamorosas hasta el punto que, hallándose esta vivienda situada sobre el Capitolio, llegóse a temer que los sediciosos se apoderasen de toda la colina con un fácil golpe de mano. En esta inquietud próxima al terror, ideó el Senado y logró que dos tribunos de la plebe misma se encargasen de acusar a Manlio como ambicioso de tiranía; y la acusación, en efecto, fue presentada por los tribunos M. Menenio y L. Publilio. Pero al ver las centurias en su preencia a aquel hombre, objeto de tantos temores y sospechas, debieron convencerse de que no podía ser un ambicioso vulgar; y habiendo sido llamadas a condenarle, le absolvieron, y se separaron conmovidas por sus palabras que demostraron su inocencia y su gran corazón. Cuando él, en efecto, volviendo los ojos al Capitolio, y alzando sus manos hacia aquellos templos por él salvados del saqueo y de la profanación, invocó a los dioses para que le asistieran en su adversidad, y le protegieran contra la envidia y el deseo vengativo de sus enemigos, todos los que conservaban en su ánimo alguna imparcialidad debieron sentir agolparse el llanto a sus ojos. Manlio venció en el Foro; pero los oligarcas hicieron efímera la victoria: el proceso fue a poco renovado, mandándole esta vez ante el concilium populi, o sea la asamblea de los patres familia gentium patriciarum, convocada al efecto fuera de la puerta Flumentana, en el bosque Petelino de los duoviri perduellionis (jueces encargados de juzgar la insurreción). Con tales, el proceso no era otra cosa que un simulacro de justicia, que hizo de la condena de Manlio, como lo había hecho de la de Melio, un asesinato político (370-384 antes de Jesucristo). De aquí, sin duda, el falso concepto en que se inspiró la versión de Dión Casio, según el cual Manlio sucumbió, no por la sentencia, sino por su propia rebelión, herido por la mano de un esclavo al pisar el Capitolio como jefe de una conjuración de gente ínfima.
Como después del asesinato de Melio, el Senado trató, a raíz del de Manlio, de calmar la irritación de la plebe con concesiones y flexibilidades. Fue restablecido el Tribunado Consular: se acordaron medidas económicas protectoras: distribuyéronse entre el pueblo las tierras del campo Pontino (en el suroeste de la llanura del Lacio), y se fundaron tres nuevas colonias latinas en Sutri, Nepete (Nepi) y Setia (Sezze) (371-383 antes de Jesucristo). ¿Podía contentarse la plebe con esto? Explicación fiel del estado de su ánimo nos ofrece la triple petición presentada a las tribus por los tribunos C. Licinio y L. Sextio en el año 378 (376 antes de Cristo), esto es, ocho años después de la muerte de Manlio. El primero de estos dos insignes reformadores era rico, y estaba unido por parentesco a la familia de los Fabios. Su esposa era hija de M. Fabio Ambusto. Otro pariente suyo, P. Licinio Calvo, había sido el primer plebeyo que vistió la toga del Tribunado Consular (354-400 antes de Jesucristo). De su colega Sextio poco sabemos. Livio, sin embargo, que no simpatiza con estos reformistas plebeyos, dice de él que era joven y animoso, y que cumplía las esperanzas de él concebidas: una sola cosa le faltaba, el nacimiento patricio.
(1) Después de la partida de los galos, debióse proceder, juntamente con la reedificación de la ciudad, a la restauración de las murallas, y al revestimiento del Capitolio con piedras cuadradas, que interceptasen su salida.

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