lunes, octubre 10, 2005

IV
LOS LÚCERES
Nada, pues, se obtiene de la significación de los nombres propios de esas tribus en favor del conocimiento de su organización étnica. Parece, no obstante, más fácil admitir el origen latino y sabino de las dos primeras, que no el etrusco de los Lúceres. Prescindiendo de la poca fijeza de la tradición que se lo atribuye, y que bastaría para desacreditarla, consideremos solo la hipótesis que presenta a ese pueblo llevando su contingente proporcional a la formación del romano. Si esto fue así, la lengua latina debería ofrecernos la clave para descifrar las inscripciones etruscas, y contener copia bastante de sus vocablos para ser calificada de idioma mixto, o formado de diversos organismos. Pero ni el latino ayuda a explicar el etrusco, ni en su constitución aparece vestigio alguno de mezcla heterogénea; siendo, por el contrario, lo más característico de la lengua del Lacio la extraordinaria uniformidad de su estructura, testimonio de la homogeneidad de su formación.
La proximidad de Etruria al Lacio ha sido causa de una serie de conjeturas acerca de la influencia ejercida por los etruscos sobre Roma. Y de su pretendida participación en el origen popular, se han querido deducir las pruebas de aquella influencia en el culto, en las instituciones y en las costumbres de la Gran Ciudad. Que la proximidad crease, hasta cierto punto, y relativamente, esa influencia de lo etrusco en lo romano, está tanto más en el orden natural de las cosas, cuanto que, cuando todavía Roma no existía, los etruscos eran ya un pueblo grande y poderoso. Pero lo que falta por determinar y establecer es la medida de aquel influjo, para el que no basta el hecho aislado de la vecindad. Y he aquí el momento de recordar las profundas diferencias que existieron entre las dos naciones limítrofes. Roma tuvo por tierra extranjera a Etruria, hasta su conquista, y todavía Cicerón la tenía por bárbara. De manera que los romanos, no solo sentían su superioridad sobre los etruscos, sino que los miraban con cierto desdén; disposición nacional que no favorece por cierto a la influencia sensible del vecino. En suma: fuera de los arúspices, del templo y de los espectáculos o ceremonias oficiales, en los que resaltaba la superioridad de la organización etrusca, aquella influencia no aparece en concepto alguno.
Negada la procedencia etrusca de los Lúceres, preciso es admitir que esta tribu fue latina; y el aparecer como la última de las tres citadas, demuestra que fue también la postrera en llegar al consorcio romano. Ya se había realizado la fusión de los Ramnes, que ocupaban el collado Palatino, con los Ticios del Quirinal y del Capitolio, cuando los Lúceres se establecieron sobre el Celio; y esa condición misma de inferioridad en que aparecen respecto de las otras dos tribus, demuestra que su advenimiento, como el de estas, no fue el resultado de la propia iniciativa. Un pueblo conquistador no entra en tales consorcios con derechos inferiores y menores que los otros concertados, si no le obliga a ello fuerza mayor; luego los Lúceres, que ni siquiera obtuvieron participación en el oficio senatorial, no aceptaron voluntariamente su inferior participación. Y evidenciado que su origen fue producto de la violencia, no queda otra explicación de la existencia de esta tercera tribu que la de hacerla derivar de los vencidos albanos.

Livio autoriza esta inducción al afirmar que los ciudadanos de Alba Longa se trasladaron al monte Celio cuando su ciudad fue por Roma destruída; y aquellos ciudadanos debían ser nobles, o ilustres, como ellos mismos se llamaban, cuando Roma les conservó sus privilegios para unirlos a sus intereses y al desarrollo de su poder. En este tratamiento generoso de los vencidos hallamos la primera prueba de aquella prudencia política del pueblo romano que, más todavía que sus armas, debía contribuir a su futura grandeza. Era aquella también la vez primera que el mundo antiguo asistía al espectáculo de un pueblo conquistador que sacrificaba en el altar de la patria su legítimo orgullo, hasta el punto de olvidar los derechos de la victoria. Y este acto de admirable benevolencia para con los albanos, llegará a ser una regla de conducta política del gran Senado, y dará en adelante la clave para resolver el arduo problema, hasta Roma sin solución, de como se puede conservar pacíficamente lo adquirido por la guerra.

Manifiesta la latinidad de los Lúceres, queda ahora por esclarecer el fundamento con que los historiadores romanos atribuyen a esta tribu origen etrusco. Dos elementos concurrieron a esta inducción: es el uno la analogía del nombre de esa tribu con el de Lucumon, que aplicaba a sus príncipes. Y así como el nombre del collado Celio se ha explicado derivándolo de un jefe etrusco llamado Cele Vibenna, que, según unos, en tiempo de Rómulo, y, según otros, en el de Tarquino Prisco, se estableció con numerosos secuaces y compatriotas en él; así el nombre de Lúceres, que llevaban los habitantes del Celio, se explicó por el título de Lucumon que llevaba Vibenna. Otros también, y entre ellos Cicerón (De República II, 8.), formaron de Lucumon un nombre propio, y compusieron con el sabino Tito Tacio y con el latino Rómulo una trinidad de la cual salieron los nombres de las primitivas tribus del pueblo romano. Mas sobre esto debe observarse que si, lingüísticamente, no hay obstáculos que rechazan la derivación de los nombres de Ticios y Lúceres, no es, por cierto, tan admisible la de los Ramnes respecto a Romo, o Rómulo, por venir estos de raíces totalmente distintas.

Espejo etrusco

El otro elemento que concurrió a suponer etrusco el origen de los Lúceres, es el caracter que informa el génesis de su tradición. No pudo a su inventor ocultarse el hecho de estar Roma dominada por tres estirpes enemigas entre sí; y el recuerdo de este hecho engendró, sin duda, el concepto de que estas tribus dieron sus contingentes a la formación de un Estado libre, que les fue legado sin pertenecer exclusivamente a ninguna de ellas. Los Ramnes y los Ticios son, pues, los solos verdaderos progenitores del pueblo romano. Latinos los primeros, establecidos sobre el Palatino, cuna de la Roma futura, a los que luego se anexiona el Celio con el patriciado de la destruída Alba Longa. Sabinos los segundos, llenos con los monumentos de su religión, entre los que debían contarse los templos de Quirino y Semo Sanco, el de Flora, de la Salud y el del Sol, el Capitolium Vetus, que dará estancia digna de su majestad al culto trino de Júpiter, Juno y Minerva, mientras al pie de su propia colina se alzará el de Jano Gemino, para simbolizar místicamente la fusión de las tribus latina y sabina en un solo pueblo. Estas dos tribus habían sido formadas para completarse. El pueblo romano recibirá del elemento sabino la frugalidad, el espíritu religioso, la severidad de las costumbres, el principio de la patria potestas, que fueron las bases graníticas llevadas por él al edificio común. Si la aristocracia romana refleja el caracter sabino, la plebe refleja el latino. Hay entre ellos diferencias, pero no antinomias. En el sabino prevalece el espíritu de conservación; en el latino el del progreso; pero ni aquel es inflexible, ni este radical. Y del contraste entre la movilidad latina y la estabilidad sabina, nació aquel lento, pero seguro desarrollo de la constitución romana, que fue la más grande obra política de la antigua civilización.

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