domingo, octubre 09, 2005




VI
LOS ETRUSCOS
A la historia del pueblo etrusco va unido un gran problema, que fatiga hace más de medio siglo a filólogos y arqueólogos con el deseo de fijar y designar un puesto etnológico a esta familia italiana. ¿Son también indoeuropeos los etruscos, como los griegos, itálicos, celtas, germanos y eslavos, o son semitas? Los sostenedores de esta última opinión fundaron, digámoslo así, el semitismo etrusco, ya apoyándose en la tradición de Herodoto, según la cual los etruscos vinieron de la Lidia a Italia por la vía marítima, ya en las semejanzas notadas entre sus monumentos artísticos y los de Asia Menor y del Egipto. Hoy, sin embargo, esta opinión se halla casi abandonada, y la crítica restaura la tradición de Herodoto, demostrando que debió solo su fundamento a la casual analogía existente entre el nombre de un pueblo de la Lidia (el de Tyrrha) y el apelativo de tirrenos que se dió a los etruscos por sus torreadas ciudades.
Pueblos navegantes, como eran entrambos, y famosos al par por sus hábitos de piratería, no dejarían seguramente de advertir aquella homonimia, ni es presumible que a la atención de los primeros se escapasen los monumentos artísticos del Asia Menor, del Egipto y de la Grecia. Y esto explica bastantemente las semejanzas que aparecen entre sus obras y las de los pueblos semíticos, sin que sea justo acudir a la afirmación que les atribuye un mismo tronco histórico.
En medio de la oscuridad que rodea los orígenes etruscos, aparece, no obstante, a manera de preciosa revelación, el nombre de los rases, que así las inscripciones epigráficas como el historiador Dionisio dan a este pueblo. Este nombre presta luz a dos hechos importantes, como son el referente al camino verdadero que los etruscos siguieron para venir a Italia; y el de su constitución u organización étnico-social. Una parte de los Alpes centrales lleva aún hoy el nombre de Rhética que los rases le dieron cuando, llevados por su emigración a los valles del Po y del Arno, fijaron en esta región alpestre su primera estancia. Y así como los Alpes rhéticos habían servido de término a una etapa de la inmigración de los itálicos, así lo fueron también para aquellos etruscos establecidos en el valle del Po, cuando lo inundaron las hordas gálicas. Todos los que no quisieron sufrir el yugo de los bárbaros invasores, se refugiaron en aquellas gargantas donde aún vivían las memorias de sus antepasados, que las habitaron. No faltan, ciertamente, en la Historia ejemplos de estas huídas y refugios buscados por los pueblos en lugares hechos por la naturaleza a propósito para salvar su independencia y libertad. Recuérdense los vénetos, que huyendo a suvez de una invasión bárbara, se guarecieron en la isla de su cercana Laguna, y los visigodos, que buscaron en las montañas del Pirineo asilo protector contra los árabes.
El nombre de "rases" esclarece, repetimos, la constitución étnico-social de aquel pueblo. Nótase, empero, que mientras las inscripciones epigráficas le dan ese nombre, el histórico sigue siendo el de etruscos. ¿De quién recibieron este último? La respuesta que podemos dar a esta pregunta no es, por desgracia, más que hipotética. Etimológicamente, la palabra etrusco (turs con metátesis de la r y anteposición de la c) quiere decir habitador de fuertes ciudades; y esto demostraría que los rases no adoptaron la nueva denominación hasta que, pasado el período de la conquista, sentaron firmemente el pie en Italia. Y así admitido, el nombre de etruscos expresaría una nueva condición política de los antiguos rases. Pero éstos no quedaron solos en Italia: junto a ellos, que fueron conquistadores, encontramos un pueblo vencido y reducido a condición servil. ¿Quiénes pueden ser, por tanto estos siervos, estos primeros súbditos de aquéllos, sino los primitivos habitantes del valle del Po y del Arno, sometidos por las armas a los nuevos invasores? La tradición romana autoriza esta inducción al enumerar los trescientos castillos que, según ella, fueron conquistados por los etruscos en la Umbría. Resumiendo, pues, diremos que el nombre de rases se refiere solo a una estirpe mientras que el de etruscos comprende y se refiere a dos, nacidas del tronco indoeuropeo, pero más distintas entre sí que lo fueron las umbrolatinas.

El apogeo de la expansión etrusca (siglo V antes de Jesucristo)

De toda esa mezcla de tribus y pueblos cuya imperfecta homogeneidad salta a la vista, se derivó aquella lengua etrusca, cuyo híbrido organismo, así en sus reglas fónicas como en sus irregularidades, manifiesta haber sido el de un idioma mixto, y viene siendo trabajoso objeto de los que a su estudio se dedican.

Pero no es este problema el único que hoy ofrece a la crítica la historia de los etruscos. Después de haber sido durante algunos siglos el pueblo más poderoso de Italia y de haber emulado en la navegación y el tráfico a la propia Cartago, hasta el punto de que se llamó a sus hijos los fenicios de Occidente, vese súbitamente desaparecer su grandeza y disiparse al primer choque un Imperio que se extendía desde los Alpes al Tíber, y que poseía, más allá del Lacio, la fértil región de la Campania. Parece faltar a este pueblo por completo la virtud de la resistencia: sus anales militares no contienen más que desastres. desde la toma de Melpo, junto al Po, por los galos, y la de Veyes, junto al Tíber, por los romanos, hasta la batalla en la orilla del lago Vadimón, transcurrió apenas un siglo (416 al 310 antes de Jesucristo). Y en este siglo concluyó el poderío etrusco, y la misma Etruria, su ciudadela nacional, fue también conquista de Roma.

Las causas principales de tan rápida decadencia deben buscarse en la constitución política y social de aquel Estado. Las ciudades etruscas estaban unidas por el vínculo federativo. En el mejor período de aquella nacionalidad, componíanla tres grandes grupos federales: el Circumpadano, el Toscano y el Campano. Y estas circunscripciones regionales fueron el primer paso separatista de sus propios elementos; porque desde el día en que se formaron, quedó rota para siempre la unidad política del Estado. Y esa misma tendencia que rompiera la unidad nacional, destruyó asimismo, al fin, la regional: porque al cabo, en ninguna de aquellas metrópolis existió un verdadero gobierno central, y mucho menos hegemonía alguna, que hacía imposible la celosa autonomía de cada población: lo que convirtió poco a poco en nominal y vana la autoridad del centro federal, sin que el peligro común fuese bastante para estrechar tan débiles lazos. Y se dió frecuentemente el caso de que, declarada la guerra, algunas ciudades se negasen a concurrir a ella, o de ella se retirasen antes de su término. En realidad, pues, aquellas confederaciones solo existían de nombre, y pueden compararse a las que, antes de su emigración, constituyeron igualmente las razas germánicas, si bien existe entre unas y otras la notable diferencia de que las germánicas se unían y vigorizaban en presencia de cualquier riesgo amenazador de su independencia, mientras que las etruscas no dan ante él muestra alguna de firmeza, ni el sentimiento patrio logra hacer vibrar las fibras del corazón de su pueblo. Aparezca Breno bajo los muros de Chisio, o Camilo bajo los de Veyes, la liga toscana no se moverá. El grito de Hannibal ante portas sonará allende el Tíber como en el desierto. ¿De qué modo explicar esta falta de espíritu nacional en un pueblo que había, sin embargo, sido capaz de fundar un vasto Imperio y dar un gran desarrollo a su navegación y a su comercio? Repitámoslo: la explicación está en la organización social de los etruscos. Aquella nación se componía de solo dos clases: los nobles y los siervos. No hay en sus anales la menor reliquia de una plebe libre, ni de una legislación civil. Faltaba, pues, en ella la esencial ordenación cuyo natural objeto es fundar la ciudadanía con la libertad: faltaba la democracia, sin la cual no es posible la igualdad legal, porque no es posible la libertad misma. La posesión era entre los etruscos, como el poder, privilegio del noble. Y de aquí también la falta de una literatura nacional, que no puede nacer donde faltan espíritus libres y generosos. Toda la actividad intelectual de los etruscos se reducía a la explicación de los libros rituales y de las doctrinas de los arúspices y del Templo, revelada por aquel divino Táges, que la leyenda simbolizó en el caduco enano desenterrado en Tarquinia por el arado de un labriego: mezquino empleo para una inteligencia popular, que la oscurecía en vez de iluminarla; mezquina superstición para un espíritu público, que lo atrofiaba en vez de inspirarle altos sentimientos.

Quimera

Pero si los anales literarios del pueblo etrusco nada nos dicen en su loor, hay, en cambio, otro noble campo donde resplandece el genio de aquella misteriosa raza: el campo del arte. Los museos vaticano, florentino y boloñés abundan en productos del arte etrusco. La orfebrería, el grabado a cincel, son deudores a la Etruria de obras maestras que, con los bronces y pinturas al encausto y al fresco, forman un tesoro artístico digno de figurar al lado de los monumentos del arte griego. No faltaba, pues, el ingenio a los etruscos, ni el sentimiento de la civilización; y si esta no se manifestó poderosamente en otro orden de conceptos, fue, sin duda, porque había en aquel ingenio cierto desequilibrio, como había en el espíritu de aquel pueblo cierta falta de ideal.

Fresco etrusco que representa a pescadores en su faena

Algunos especiales ramos de aquel arte, son dignos de recordación. Los sepulcros etruscos dan idea de ciertas reglas a que su arquitectura se subordinaba constantemente; siendo una de ellas la sencillez de lo interior de las tumbas, que contrasta con la esplendidez del ornato externo. Los hipogeos de Norchia y de Castel d'Asso, señálanse principalmente por este contraste.

La arquitectura etrusca debió su complemento a la estatuaria. Era costumbre etrusca el poner en los frentes de sus templos estatuas de tierra cocida; y los frisos descubiertos en Vulci en 1842, testifican la elegancia del estilo y de forma de tan singulares trabajos. La habilidad peculiar de los etruscos en la plástica, los llevó a intentar la fusión de los metales; y en la del bronce supieron crearse gran renombre.

Si las estatuas eran parte de la ornamentación de los templos y monumento más conspicuos de la Etruria, los vasos pintados o arcillosos lo eran de sus sepulcros. De estos vasos se ha descubierto y reunido tal número, que hoy pueden clasificarse cronológicamente por la importancia de su originalidad.

Otro ramo notable del arte etrusco fue el grabado sobre piedra. La pasión por el lujo y de la ostentación, característica del espíritu aristocrático de aquel pueblo, le hizo bien pronto estudiar y aceptar cuanto podía contribuir al adorno de las personas. Así lo demuestran los anillos, collares, diademas y otros objetos análogos, hallados en sus sepulturas. Aún los más antiguos de estos objetos están adornados de ónices y ágatas con grabados de símbolos sacros, al modo de los anillos babilónicos y fenicios. En este arte ganaron los etruscos la primacía sobre todas las naciones, como en todo lo que era opuesto al caracter de un pueblo viril y acusador del afeminamiento.

Ornamento sacerdotal etrusco en oro

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